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Maupassant

Guy de Maupassant (1850-1893) es autor de una extensa obra entre cuentos y novelas, en general de corte naturalista. Se especializó en la narrativa breve y llegó a publicar más de doscientos cuentos a lo largo de su vida, de entre los cuales destacan Bola de sebo y El Horla. También escribió seis novelas cortas. Encuadrado en el naturalismo, su estilo es sencillo y realista, y transmite lo más sórdido y oscuro del comportamiento humano.
Aunque lleva más de cien años muerto, el escritor francés Guy de Maupassant vuelve a estar de moda. La aparición de Todas las mujeres, un volumen con 73 cuentos en el que el autor disecciona una variada muestra de la tipología femenina, una película sobre su novela Bel ami y la reedición de su cuento de terror La Noche ponen al escritor francés de máxima actualidad.


Guy de Maupassant, que nació en Dieppe en 1850 y murió en París en 1893, fue un escritor que comenzó siendo naturalista y que indagó después por otros caminos, como el terror y lo fantástico, con una de las plumas que mejor han analizado tanto la sociedad de los salones burgueses como la del mundo rural.
Considerado un gran explorador del alma humana con la palabra justa, ni una más ni una menos, el autor francés supo sacar a flote todas las miserias de una sociedad hipócrita; quizá por eso, hoy también sea tan necesario.
No en vano, el pasado año la televisión francesa emitió una serie basada en la prestigiosa colección de cuentos 'La Pléiade', que se colocaron como líder de audiencia, como recuerda a Efe el traductor del libro 'Todas las mujeres' y editor del mismo volumen, Mauro Armiño.
'Todas las mujeres', editado por Siruela, recoge 73 cuentos y novelas breves en los que el escritor describe todo tipo de caracteres femeninos: la mujer apasionadamente enamorada, la seducida, la engañada, la libertina, la cortesana, la celosa; también la madre que lleva el cariño más allá de racional, la infanticida, la prostituta o la heroína que venga la muerte de sus hijos.
Un atleta sexual
«Maupassant tiene 310 ó 315 cuentos, con situaciones sociales totalmente diferentes; describe en ellos a todas las clases sociales, desde la campesina, representada por los pastores bretones o la moza que queda embarazada, a la alta sociedad parisina. Un abanico con unos problemas que hoy no han dejado de repetirse», explica Mauro Armiño, traductor también de Marcel Proust.
Maupassant, nacido en el seno de una familia vinculada a la aristocracia y discípulo de Flaubert, decía que nunca se había enamorado; pero fue un gran mujeriego y un «atleta sexual». Frecuentó todos los salones de señoritas habidos y por haber, una experiencia que le sirvió para tener un amplio conocimiento de la situación de la mujer.
«Él siempre denunció la mala situación en la que se encontraba la mujer. Estaba muy bien relacionado con las amantes de los salones más importantes de Francia, donde charlaba y contaba cuentos», precisa Armiño, que comenta que eran muy conocidas sus hazañas sexuales. «Se sabe, porque lo cuentan en su diario los hermanos Goncourt, que Flaubert muchas veces invitaba a sus amigos para que vieran 'en acción' a Maupassant. Para ello alquilaba el servicio de tres prostitutas con las que hacía las delicias de los presentes».
Película y novela
El libro se abre con uno de sus grandes cuentos, 'Bola de sebo' (1880), una historia que se desarrolla durante la ocupación francesa en la guerra franco-prusiana de 1875, con una joven prostituta amante de la comida como protagonista.
El próximo mes de septiembre la editorial Nórdicas también publicará uno de las novelas más significativas del escritor, 'La noche', una edición ilustrada y bilingüe de Toño Benavides.

Y por si esto fuera poco, este otoño Maupassant estará también en las pantallas de cine, con la película 'Bel Ami', basada en su novela homónima escrita en 1850, que analiza la mediocridad y la ambición humana. La protagonizan Robert Pattinson, Uma Thurman y Kristin Scott Thomas, dirigidos por Declan Donnellan y Nik Ormerod. En la cinta, que se estrenará en octubre en Estados Unidos, el escritor rasga el velo a la aristocracia de la sociedad francesa del siglo XIX.

Amigo de G. Flaubert y Émile Zola, Guy de Maupassant fue una figura clave de la corriente literaria naturalista. Su agitada vida acabó en un manicomio.

LA NOCHE. UNA PESADILLA
Amo la noche con pasión. La amo, como uno ama a su país o a su amante, con un amor instintivo, profundo, invencible. La amo con todos mis sentidos, con mis ojos que la ven, con mi olfato que la respira, con mis oídos, que escuchan su silencio, con toda mi carne que las tinieblas acarician. Las alondras cantan al sol, en el aire azul, en el aire caliente, en el aire ligero de la mañana clara. El búho huye en la noche, sombra negra que atraviesa el espacio negro, y alegre, embriagado por la negra inmensidad, lanza su grito vibrante y siniestro.
El día me cansa y me aburre. Es brutal y ruidoso. Me levanto con esfuerzo, me visto con desidia y salgo con pesar, y cada paso, cada movimiento, cada gesto, cada palabra, cada pensamiento me fatiga como si levantara una enorme carga.
Pero cuando el sol desciende, una confusa alegría invade todo mi cuerpo. Me despierto, me animo. A medida que crece la sombra me siento distinto, más joven, más fuerte, más activo, más feliz. La veo espesarse, dulce sombra caída del cielo: ahoga la ciudad como una ola inaprensible e impenetrable, oculta, borra, destruye los colores, las formas; oprime las casas, los seres, los monumentos, con su tacto imperceptible.
Entonces tengo ganas de gritar de placer como las lechuzas, de correr por los tejados como los gatos, y un impetuoso deseo de amar se enciende en mis venas.
Salgo, unas veces camino por los barrios ensombrecidos, y otras por los bosques cercanos a París donde oigo rondar a mis hermanas las fieras y a mis hermanos, los cazadores furtivos. Aquello que se ama con violencia acaba siempre por matarlo a uno.
Pero ¿cómo explicar lo que me ocurre? ¿Cómo hacer comprender el hecho de que pueda contarlo? No sé, ya no lo sé. Sólo sé que es. Helo aquí.
El caso es que ayer –¿fue ayer?– Sí, sin duda, a no ser que haya sido antes, otro día, otro mes, otro año –no lo sé–. Debió ser ayer, pues el día no ha vuelto a amanecer, pues el sol no ha vuelto a salir. Pero, ¿desde cuándo dura la noche? ¿Desde cuándo…? ¿Quién lo dirá? ¿Quién lo sabrá nunca? El caso es que ayer salí como todas las noches después de la cena. Hacía, bueno, una temperatura agradable, hacía calor. Mientras bajaba hacia los bulevares, miraba sobre mi cabeza el río negro y lleno de estrellas recortado en el cielo por los tejados de la calle, que se curvaba y ondeaba como un auténtico torrente, un caudal rodante de astros. Todo se veía claro en el aire ligero, desde los planetas hasta las farolas de gas. Brillaban tantas luces allá arriba y en la ciudad que las tinieblas parecían iluminarse. Las noches claras son más alegres que los días de sol espléndido.
En el bulevar resplandecían los cafés; la gente reía, pasaba o bebía. Entré un momento al teatro; ¿a qué teatro? ya no lo sé. Había tanta claridad que me entristecí y salí con el corazón algo ensombrecido por aquel choque brutal de luz en el oro de los balcones, por el destello ficticio de la enorme araña de cristal, por la barrera de fuego de las candilejas, por la melancolía de esta claridad falsa y cruda.
Me dirigí hacia los Campos Elíseos, donde los cafés concierto parecían hogueras entre el follaje. Los castaños radiantes de luz amarilla parecían pintados, parecían árboles fosforescentes. Y las bombillas eléctricas, semejantes a lunas destellantes y pálidas, a huevos de luna caídos del cielo, a perlas monstruosas, vivas, hacían palidecer bajo su claridad nacarada, misteriosa y real, los hilos del gas, del feo y sucio gas, y las guirnaldas de cristales coloreados.
Me detuve bajo el Arco del Triunfo para mirar la avenida, la larga y admirable avenida estrellada, que iba hacia París entre dos líneas de fuego, y los astros, los astros allá arriba, los astros desconocidos, arrojados al azar en la inmensidad donde dibujan esas extrañas figuras que tanto hacen soñar e imaginar.
Entré en el Bois de Boulogne y permanecí largo tiempo. Un extraño escalofrío se había apoderado de mí, una emoción imprevista y poderosa, un pensamiento exaltado que rozaba la locura.
Anduve durante mucho, mucho tiempo. Luego volví.
¿Qué hora sería cuando volví a pasar bajo el Arco del Triunfo? No lo sé. La ciudad dormía y nubes, grandes nubes negras, se esparcían lentamente en el cielo.
Por primera vez sentí que iba a suceder algo extraordinario, algo nuevo. Me pareció que hacía frío, que el aire se espesaba, que la noche, que mi amada noche, se volvía pesada en mi corazón. Ahora la avenida estaba desierta. Solos, dos agentes de policía paseaban cerca de la parada de coches de caballos y, por la calzada iluminada apenas por las farolas de gas que parecían moribundas, una hilera de vehículos cargados con legumbres se dirigía hacia el mercado de Les Halles. Iban lentamente, llenos de zanahorias, nabos y coles. Los conductores dormían, invisibles, y los caballos mantenían un paso uniforme, siguiendo al vehículo que los precedía, sin ruido sobre el pavimento de madera. Frente a cada una de las luces de la acera, las zanahorias se iluminaban de rojo, los nabos se iluminaban de blanco, las coles se iluminaban de verde, y pasaban, uno tras otro, estos coches rojos; de un rojo de fuego, blancos, de un blanco de plata, verdes, de un verde esmeralda.
Los seguí, y luego volví por la calle Royale y aparecí de nuevo en los bulevares. Ya no había nadie, ya no había cafés luminosos, sólo algunos rezagados que se apresuraban. Jamás había visto un París tan muerto, tan desierto. Saqué mi reloj. Eran las dos.
Una fuerza me empujaba, una necesidad de caminar. Me dirigí, pues, hacia la Bastilla. Allí me di cuenta de que nunca había visto una noche tan sombría, porque ni siquiera distinguía la columna de Julio, cuyo genio de oro se había perdido en la impenetrable oscuridad. Una bóveda de nubes, densa como la inmensidad, había ahogado las estrellas y parecía descender sobre la tierra para aniquilarla.
Volví sobre mis pasos. No había nadie a mi alrededor. En la Place du Château-d’Eau, sin embargo, un borracho estuvo a punto de tropezar conmigo, y luego desapareció. Durante algún tiempo seguí oyendo su paso desigual y sonoro. Seguí caminando. A la altura del barrio de Montmartre pasó un coche de caballos que descendía hacia el Sena. Lo llamé. El cochero no respondió. Una mujer rondaba cerca de la calle Drouot: «Escúcheme, señor.» Aceleré el paso para evitar su mano tendida hacia mí. Luego nada. Ante el Vaudeville, un trapero rebuscaba en la cuneta. Su farolillo vacilaba a ras del suelo. Le pregunté:
–¿Amigo, qué hora es?
–¡Y yo que sé! –gruñó–. No tengo reloj.
Entonces me di cuenta de repente de que las farolas de gas estaban apagadas. Sabía que en esta época del año las apagaban pronto, antes del amanecer, por economía; pero aún tardaría tanto en amanecer…
«Iré al mercado de Les Halles», pensé, «allí al menos encontré vida».
Me puse en marcha, pero ni siquiera sabía ir. Caminaba lentamente, como se hace en un bosque, reconociendo las calles, contándolas.
Ante el Crédit Lyonnais ladró un perro. Volví por la calle Grammont, perdido; anduve a la deriva, luego reconocí la Bolsa, por la verja que la rodea. Todo París dormía un sueño profundo, espantoso. Sin embargo, a lo lejos rodaba un coche de caballos, uno solo, quizá el mismo que había pasado junto a mí hacía un instante. Intenté alcanzarlo, siguiendo el ruido de sus ruedas a través de las calles solitarias y negras, negras como la muerte.
Una vez más me perdí. ¿Dónde estaba? ¡Qué locura apagar tan pronto el gas! Ningún transeúnte, ningún rezagado, ningún vagabundo, ni siquiera el maullido de un gato en celo. Nada.
«¿Dónde estaban los agentes de policía?”, me dije. «Voy a gritar, y vendrán.» Grité, no respondió nadie.
Llamé más fuerte. Mi voz voló, sin eco, débil, ahogada, aplastada por la noche, por esta noche impenetrable.
Grité más fuerte: «¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro!»
Mi desesperada llamada quedó sin respuesta. ¿Qué hora era? Saqué mi reloj, pero no tenía cerillas. Oí el leve tic–tac de la pequeña pieza mecánica con una desconocida y extraña alegría. Parecía estar viva. Me encontraba menos solo. ¡Qué misterio! Caminé de nuevo como un ciego, tocando las paredes con mi bastón, levantando los ojos al cielo, esperando que por fin llegara el día; pero el espacio estaba negro, completamente negro, más profundamente negro que la ciudad.
¿Qué hora podía ser? Me parecía caminar desde hacía un tiempo infinito pues mis piernas desfallecían, mi pecho jadeaba y sentía un hambre horrible.
Me decidí a llamar a la primera cochera. Toqué el timbre de cobre, que sonó en toda la casa; sonó de una forma extraña, como si este ruido vibrante fuera el único del edificio. Esperé. No contestó nadie. No abrieron la puerta. Llamé de nuevo; esperé… Nada.
Tuve miedo. Corrí a la casa siguiente, e hice sonar veinte veces el timbre en el oscuro pasillo donde debía dormir el portero. Pero no se despertó, y fui más lejos, tirando con todas mis fuerzas de las anillas o apretando los timbres, golpeando con mis pies, con mi bastón o mis manos todas las puertas obstinadamente cerradas.
Y de pronto, vi que había llegado al mercado de Les Halles. Estaba desierto, no se oía un ruido, ni un movimiento, ni un vehículo, ni un hombre, ni un manojo de verduras o flores. Estaba vacío, inmóvil, abandonado, muerto.
Un espantoso terror se apoderó de mí. ¿Qué sucedía? ¡Oh Dios mío! ¿qué sucedía?
Me marché. Pero, ¿y la hora? ¿y la hora? ¿quién me diría la hora?
Ningún reloj sonaba en los campanarios o en los monumentos. Pensé: «Voy a abrir el cristal de mi reloj y tocaré la aguja con mis dedos.» Saqué el reloj… ya no sonaba… se había parado. Ya no quedaba nada, nada, ni siquiera un estremecimiento en la ciudad, ni un resplandor, ni la vibración de un sonido en el aire. Nada. Nada más. Ni tan siquiera el rodar lejano de un coche, nada.
Me encontraba en los muelles, y un frío glacial subía del río.
¿Corría aún el Sena?
Quise saberlo, encontré la escalera, bajé… No oía la corriente bajo los arcos del puente… Unos escalones más… luego la arena… el fango… y el agua… hundí mi brazo, el agua corría, corría, fría, fría, fría… casi helada… casi detenida… casi muerta.
Y sentí que ya nunca tendría fuerzas para volver a subir… y que iba a morir allí abajo… yo también, de hambre, de cansancio, y de frío.




Fuente: Adriana Santa Cruz, Carmen Siguenza

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