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Perros, gatos y lémures. Los escritores y sus animales,

¿Qué tienen en común Virginia Woolf, Lord Byron, Julio Cortázar y Truman Capote? La primera parte de la respuesta es fácil: todos escribían. La segunda quizás un poco menos: todos tenían una o más mascotas. 

El libro Perros, gatos y lémures. Los escritores y sus animales, de editorial Errata Naturae, pone a prueba el talento de once escritores españoles sobre la especial relación que existió y que existe entre los escritores y sus mascotas. Algunos de ellos como Soledad Puértolas, Marta Sanz, Ignacio Martínez de Pisón y Andrés Trapiello hablan de sí mismos y los demás de sus escritores favoritos. 

De esta forma aprendemos que el primer perro de Virginia Woolf, se llamaba Shag, pero que el más inspirador fue Pinka, un cocker spaniel de color negro regalo de su amiga Vita Sackville-West, que sirvió de inspiración para la biografía imaginaria de otro cocker spaniel, el de la poetisa Elizabeth Barret Browing en Flush: una biografía, una de sus obras más reconocidas. Es más: una imagen de Pinka acabó siendo la portada de la primera edición del libro. 

Boatswain, el perro del mismísimo Lord Byron, lo acompañó desde que era un cachorro en sus aventuras de héroe e icono romántico y cuando murió por haber contraído la rabia, su dueño le dedicó un epitafio maravilloso y mandó a construir una tumba especial en cuya lápida todo el mundo pudiera leer el poético adiós. 

Una mirada especial

El gato de Julio Cortázar se llamaba Teodoro W. Adorno. No era alemán, sino francés. A decir verdad ni siquiera era su gato, sino un gato callejero, “negro y canalla”, que un día aterrizó en su vida en Saignon en el sur de Francia y que se materializaba cada vez que él y su mujer volvían a la localidad provenzal con enorme sorpresa de ambos. 

Hasta que un día Teodoro W. Adorno no solo no volvió a la morada de los Cortázar sino que, al encontrárselo en el pueblo, ignoró por completo al escritor argentino que le había dado un nombre tan bonito. 

Algunos escritores no se limitaban a escribir de sus mascotas, sino que escribían a sus mascotas. Cuando se encontraba en Tejas en busca de más, más y todavía más material para su obra maestra A sangre fría, Truman Capote enviaba huesos y postales a su gordo, feo y adorable bulldog inglés Charlie J. Fatburger. 

Así que quizás no exista ninguna relación entre el oficio de la escritura y el hecho de poseer mascotas, pero Perros, gatos y lémures. Los escritores y sus animales descubre lados absolutamente inesperados y entrañables de algunos de los grandes de la literatura. Y si para esto hay que mirarlos desde abajo, como hacían sus mascotas, ¿qué más da?


Fuente: Alessia Cisternino


*La entrada en religión de Teodoro W. Adorno


/ Escrito casi nada sobre gatos, cosa más bien rara porque gato y yo somos como los gusanitos del Yin y el Yang interenroscándose (eso es el Tao) y no se me escapa que cada gato en español es amo de las tres letras del Tao, con la g a manera del agujerito que dejan en los ponchos las mujeres de los indios navajos para que no se les quede el alma prisionera en el tejido; pero ya Kipling mostró que el gato walks by himself y no hay Tao ni prosa mágica que lo retenga más allá de sus horas y sus ánimos / W. Adorno no anduvo muchas veces por las páginas de Saignon, hay que explicar que su Yin y mi Yang (o al revés, según las lunas y las hierbas) se fueron amistando y entrelazando sin el menor contrato, sin eso de que te regalan un gatito y vos le das la leche y entonces el animal desenvuelve reflejos condicionados, arma su territorio y duerme en tus rodillas y te caza los ratones, el triste pacto de las viejas con sus gatos, de las gatas con sus viejos.
Nada de eso, mi mujer y yo vimos llegar a Teodoro por el sendero que baja al ranchito y era un gato sucio y canalla, negro debajo de la ceniza polvorienta que mal le tapaba las mataduras, porque Teodoro con otros diez gatos de Saignon vivía del vaciadero de basuras como cirujas de la quema, y cada esqueleto de arenque era Austerlitz, los Campos Cataláunicos o Cancha Rayada, pedazos de orejas arrancadas, colas sangrantes, la vida de un gato libre. Ahora que este animal era más inteligente, se vio en seguida cuando nos maulló desde la entrada, sin dejar que nos acercáramos pero dando a entender que si le poníamos leche en una aceptable no cat’s land condescendería a bebérsela.

Nosotros cumplimos y él entendió que no éramos despreciables; salvamos por mutuo acuerdo tácito la zona neutralizada, sin tanta Cruz Roja y Naciones Unidas, una puerta quedó entornada con dignidad para no ofender orgullos, y un rato después la mancha negra empezó a dibujar su espiral cautelosa sobre las baldosas rojas del living, buscó una alfombrita cerca de la chimenea, y yo que leía a Paco Urondo escuché por ahí el primer mensaje de la alianza, un ronroneo confianzudo, entrega de cola estirada y sueño entre amigos. A los dos días me dejó que lo cepillara, a la semana le curé las mataduras con azufre y aceite; todo ese verano vino de mañana y de noche, jamás aceptó quedarse a dormir en casa, qué te creés, y nosotros no insistimos porque pronto nos volveríamos a París y no podíamos llevarlo con nosotros, los gitanos y los traductores internacionales no tienen gatos, un gato es territorio fijo, límite armonioso; un gato no viaja, su órbita es lenta y pequeña, va de una mata a una silla, de un zaguán a un cantero de pensamientos; su dibujo es pausado como el de Matisse, gato de la pintura, jamás Jackson Pollock o Appell / día que nos fuimos, sentimiento de culpabilidad inevitable: ¿y si se había ablandado, si tanta leche y fideos y arrumacos lo dejaban en desventaja frente a los duros de la quema, los machazos de orejas recortadas y costumbres de tropas de asalto? Nos miró irnos, sentado en la parecita de piedra, limpio y brillante, comprendiendo, aceptando. Ese invierno pensé tantas veces en él, lo di por muerto, hablábamos de Teodoro con la voz de la elegía. Vino el verano, vino Saignon, cuando fui a vaciar por primera vez la basura vi de nuevo el salto vertiginoso de ocho gatos al mismo tiempo, barcinos y blancos y negros pero no Teodoro, su corbatita blanca inconfundible en tanto azabache. Previsiones confirmadas, selección natural, ley del más fuerte, pobre animalito.
A los cinco o seis días, cenando en la cocina, lo vimos sentado detrás del vidrio de la ventana, fantasma lunar y Mizoguchi. Su boca dibujó un maullido que el vidrio volvía cine mudo; a mí se me mojaron los ojos como a un imbécil, abrí la ventana y le tendí prudentemente la mano, sabiendo lo que ocho meses de ausencia liman y destruyen en una relación. Se dejó tomar en brazos, sucio y enfermo, aunque ya en el suelo se vio que estaba huraño y distante, que reclamaba su comida como un mero derecho; se fue casi en seguida con esa manera suya de acercarse a la puerta y maullar como si le estuvieran aplastando el alma. A la mañana siguiente ya jugaba por ahí, manso y alegre, pronto al cepillo y al azufre. 

Al otro año fue lo mismo pero entonces tardó casi un mes en reaparecer, castigándonos, haciéndonos sentir su muerte, remordiéndonos; pero vino, más flaco y enfermo que nunca, y ése fue el tercero y último año de la vida pagana y alegre de Teodoro W. Adorno, la época en que lo fotografié y escribí sobre él y volví a curarlo de algo que parecía una indigestión de pelos, aparte de que Teodoro se enamoró y eso lo tenía completamente estúpido, se paseaba por la casa con la cabeza en alto y gimiendo, por la tarde cruzaba el jardín como en un trance, flotando entre los tréboles, y una vez que lo seguí discretamente lo vi descender el sendero que llevaba a una de las granjas del valle y perderse en un atajo, gimiendo y llorando, Teodoro Werther, arrasado de amor por alguna gata de escabroso acceso. ¿Qué destino tuvo ese idilio entre la lavanda de Vaucluse? El de Juan de Mañara, no el de Werther: lo comprendí este año, después de dos meses de Saignon con la ausencia irrefutable de Teodoro. ¿Muerto, esta vez sin duda decididamente muerto, la garganta abierta por alguno de los taitas del vaciadero, pobrecito Teodoro tan débil y enamorado y esas cosas? / once y media es la mejor hora para comprar el pan y de paso despachar las cartas y vaciar la basura; subí el sendero sin pensar en nada, como casi siempre en el momento de las revelaciones (a estudiar una vez más cómo toda distracción profunda entreabre ciertas puertas, y cómo hay que distraerse si no se es capaz de concentrarse) / por expreso y ésta por avión, allez, au revoir monsieur Serre, un pan redondo y caliente, charla con monsieur Blanc, cambio de nociones meteorológicas con madame Amourdedieu, de golpe la manchita de sombra bajo el derroche amarillo del mediodía, la puerta de mademoiselle Sophie, la mancha de sombra ovillada delante de la puerta, no puede ser, cómo va a ser, qué diablos va a ser, de día todos los gatos son negros y además cómo es posible que el gran pagano esté tomando el sol delante de la puerta de mademoiselle Sophie pequeñita y jibosa y señorita y sacristana de Saignon, con anteojos y sombrero y una boca perdida entre una nariz que baja y un mentón que sube, Teodoro, Teodoro! Le pasé al lado y no me miró, dije despacito: Teodoro, Teodoro chat, y no me miró, Juan de Mañara había entrado en religión, vi el platito de leche y el hueso de una costilla tan frágil como las de mademoiselle Sophie, las raciones de una vida minúscula de ratoncito de iglesia con olor a jabón barato y a cirios, Teodoro convertido, bautizado, ignorándome, preparándose para la vida eterna, convencido de tener un alma, quizá de nochedurmiendo en la casa, la última de las humillaciones, la penitencia final, yo pecador él que jamás aceptaba una puerta cerrada y ahora las rodillas puntuadas de mademoiselle Sophie, las carpetitas bordadas, las oraciones y los ronroneos al mismo tiempo, la vida cristiana en una aldea provenzal. ¿Y el Tao, y los amores, y esa manera de jugar con las pelotas de papel que hacíamos con los suplementos dominicales de La Nación? / vuelto a ver dos o tres veces y nunca me reconociste y está bien porque tampoco yo te reclamaré, con qué derecho podría, vos el más libre de los gatos paganos y el más prisionero de los gatos católicos, tendido delante de la puerta de tu sacristana como un perro que la defiende.
Ah Teodoro, qué bonito era verte bajar por el sendero, la cola al aire, gimiendo por tu gatita entre la lavanda, qué dulce era encontrarte otra vez cada año, el día en que se te antojaba, la noche de luna que elegías displicente para saltar a la ventana y quedarte unas horas con nosotros antes de volver a tu libertad que como tantos de nosotros has cambiado por una jubilación de gato, por el cielo que te tienen prometido.

*Último round, 1969.


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