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El hombre en su compleja realidad

Eduardo Mallea nace en Bahía Blanca, provincia de Buenos Aires, en 1903. Eduardo Mallea conforma, a través de su obra, la más poderosa expresión de una superior y avanzada novelística argentina. De padre médico y escritor, Eduardo Mallea se radicó con su familia en Buenos Aires en 1916, ingresando poco después a la Facultad de Derecho, carrera que abandonó para responder a su vocación. Se hizo periodista en La Nación. Y ya escritor respaldado por el prestigio creciente de sus primeros libros, fue durante muchos años director del Suplemento Literario de ese diario. Desde 1935 -cuando recibe el Primer Premio Municipal de prosa- su vida literaria es jalonada por importantes distinciones nacionales y mundiales. En 1955 fue designado Embajador de la Argentina en la UNESCO -con sede en París-, cargo que, este brillante Doctor Honoris Causa de la Universidad de Michigan, desempeñó hasta 1958. En casi todas sus obras -sorprendentes, valiosas, perdurables-, el ambiente humano jugó para Mallea como parte de un significado latente, mezcla de ese crecimiento monstruoso de la urbe y del “quietismo” fijado a su imagen como condición de frustración. Su obra forma parte de la literatura y ensayística de los años ´30, en la que grupo de intelectuales argentinos se preocuparon por responder a la pregunta por la identidad nacional. De esta inquietud surgió su novela más relavante: Historia de una pasión argentina. Estaba casado con la escritora Helena Muñoz de Larreta. Mallea, profundo humanista y “argentino universal”, muere el 12 de noviembre de 1982.
Frecuentó abundantemente el ensayo y la narrativa. Fue célebre su Historia de una pasión argentina (1937), y La ciudad junto al río inmóvil (1936), así como la novela Todo verdor perecerá (1941).

En Historia de una pasión argentina Mallea ofrece una visión del hombre nuevo, pero dentro de una raíz cultural determinada, es decir, el nuevo hombre argentino. Como el propio autor lo señala: “hombre nuevo de la tierra nueva”. ¿Cómo es este nuevo hombre? ¿Cómo se distingue del viejo hombre? ¿Qué caminos recorre Mallea en su pasional búsqueda del hombre nuevo de la Argentina invisible? Intentaremos una modesta síntesis a partir de esta reflexión surgida de la angustia existencial del autor que, en el prólogo, confiesa: “siento la necesidad de gritar mi angustia a causa de mi tierra, de nuestra tierra. De esa angustia nace esta reflexión”. A partir de este dato no menor, que nos provee el sentir y la motivación del autor, no estamos en presencia de una mera reflexión propia de un diletante intelectual. Sino de alguien comprometido con su pueblo, con su nación y su destino. Es reflexión pero que surge de la angustia, de “estar angosto”, en estrechez anímica y espiritual. Una angustia que, sin embargo –en este caso– produce reflexión como el ser que se vuelca sobre sí mismo en búsqueda de sentido.

Antes de comenzar nuestro abordaje, debemos aclarar que el mismo se inscribe dentro de la óptica de la antropología teológica. Ello, por varias razones. La primera, porque no son habituales las interpretaciones teológicas de las obras importantes de la literatura argentina. Segundo, porque es precisamente la teología cristiana la disciplina a la que nos hemos consagrado durante varias décadas de investigación. En tercer lugar, hay una razón metodológica que señala el especialista José Luis Gómez-Martínez que, luego de señalar la imposibilidad para encasillar o definir Historia de una pasión argentina, dice:

        No es novela ni ensayo ni tratado filosófico, en el sentido de seguir en su estructura la retórica establecida en cada uno de ellos. Pero en su desarrollo, el texto se codifica según elementos que pertenecen a cada uno de esos tres modos de expresión. El lector se ve forzado constantemente a decidir la clave bajo la cual efectúa la lectura.

    El hombre: una realidad compleja

La descripción no es nueva, pero su importancia –a modo de axioma o categoría antropológica– es de tal magnitud que es menester repetirla. Es que estamos tan habituados a las visiones unilaterales del ser humano, como si esta realidad viviente, “junco pensante” dirá Mallea, fuera posible de abordarlo desde una óptica unívoca: homo economicus, homo sapiens, homo libidinosus. Una realidad tan rica y compleja es eso, pero mucho más que eso. La complejidad para entender al hombre parece estar insinuada cuando, respondiendo a la pregunta: “¿qué es el hombre en la naturaleza?” el autor dice: “Una nada en relación con el infinito, un todo en relación con la nada, un medio entre nada y todo” (61). En este planteamiento se relaciona al ser humano con lo infinito frente a cuya realidad el ser humano es “nada”. Pero, por otra parte y, paradójicamente, el ser humano es un todo en relación con la nada y, un medio entre ambas dimensiones. Hay aquí, varias influencias filosóficas y teológicas que van, desde la poesía davídica: “¿qué es el hombre para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre para que lo visites?” (Salmo 8.4) hasta el planteamiento de Hegel del Infinito e infinito y un volver luego, en la referencia histórica, a Protágoras: “el hombre es la medida de todas las cosas”.

Mallea añade: “Imposible conocer las cosas porque las cosas son simples y nosotros somos complejos de alma y cuerpo, y si nosotros somos espíritu y materia, es decir, un compuesto ¿cómo conocer lo espiritual simple o la materia simple?” (61). Hay aquí, una aceptación de la dicotomía antropológica, la perspectiva del reconocimiento de dos dimensiones del ser humano: la física y la espiritual. La idea de un “compuesto” podría indicar una cierta inclinación aristotélica que no necesariamente, como en la perspectiva platónica, subraya la superioridad axiológica del espíritu o el alma sobre la materia, el famoso binomio soma/sema: el cuerpo como cárcel del alma.[6] Mallea admite la dificultad para conocer la esencia o naturaleza humana. Pero también insinúa la presencia de cierto virus a modo de elemento extraño a esa esencia que desnaturaliza al ser humano y obstaculiza su propia comprensión y realización. Mallea lo admite cuando, en referencia al habitante desnudo de “la Argentina visible”, dice:

        Lo primero que miré no fue el Estado, el gobierno, las ciencias argentinas, sino el hombre argentino, puesto que todo lo otro debía ser su producto, esto es, su criatura semejante. Y al llevar adelante tal intento fue cuando tuve la primera comprobación desoladora, la comprobación de que la función ejercida por ese hombre en este país era, según lo presumible, una aplicación prolongada de ciertas aptitudes y facultades fundamentalmente humanas, sino un tumor del hombre, cáncer que lo desnaturalizaba y consumía, nudo fisiológico que obstaculizaba su crecimiento y destino natural. (69)

La metáfora médica de “tumor” o “cáncer” se refiere, en lo teológico, al pecado que, al decir de Juan Mateos “no es cromosoma sino virus”, y de ahí la posibilidad de transformación que tiene el ser humano.

En otra sección, Mallea reconoce el valor del hombre de la Argentina visible que “muestra, al primer examen, una sorprendente inteligencia y una aptitud asimiladora de cultura no menos sorprendente” (71-72) pero precisamente en ello evidencia rasgos negativos. Para Mallea, ese hombre sufre de acriticidad y confusión. El autor hace una pormenorizada descripción del hombre de Buenos Aires y dice:

        Y ese hombre, ese hombre que salía primeramente a mi encuentro en Buenos Aires, presentaba a todas las corrientes libres de cultura una sangre sin resistencias, sin potencia de selección, de rechazo  –una sangre, intelectualmente hablando, blanca. De ahí provenía también su confusión al creer ¡tan a menudo, con tanta obstinación!–que un mero erudito es más substancialmente culto que un labriego de sabia raza o que un indio azteca. (69)

El texto, algo enigmático, roza el tema de las razas. Mallea parece ponderar el crisol de razas que se da en el suelo argentino y, particularmente en Buenos Aires. Porque –dice– se trata de una “sangre sin resistencias, sin potencia de selección, de rechazo”. Quizás exprese un fuerte deseo más que una realidad histórica fiel a los hechos. Lo de “falta de resistencias” y de “rechazo” no es tan así cuando recordamos la tristemente célebre “Campaña al desierto” liderada por el General Roca que significó, lisa y llanamente, un genocidio fríamente organizado para exterminar a los malones de indígenas que habitaban vastas regiones de la Argentina. Mallea amplía su descripción con la cual nos ofrece la pista hermenéutica. Dice que de dos millones de almas que caminaban por las calles porteñas, había dos grupos muy compactos y fuertes, los que tenían “sus raíces en nuestra tierra” y “los que llegaban desde los más remotos suelos.” Había un nexo entre ellos, un eje que los unía y era la misma ambición de poder y de dinero. Mallea alude al aluvión inmigratorio que experimentó la Argentina y describe a los llegados de ultramar “con sus cabezas rubias”, aspecto que parece indicar su aceptación –consciente o inconsciente– de las ideas de Alberdi y Sarmiento que pugnaban por la inmigración europea, especialmente anglosajona, para transformar a la Argentina en un país de avanzada, siguiendo el modelo de Inglaterra, Suiza o los Estados Unidos. Con todo, el énfasis de Mallea no está explícitamente planteado en esos aspectos. Sino que, más bien, está puesto en lo que define como: “El encuentro de esas legiones recién llegadas no se producía con la Argentina profunda, sino con la Argentina visible. [...] Su contacto se producía con esos hombres que representaban a la Argentina” (71-72. Cursivas originales). Esa tendencia a la representación y no a lo esencial y real de la vida humana, es acentuada en su crítica al describir a los hombres que, subordinados absolutamente a la prosperidad personal eran sólo apariencia. “No vida, apariencia; no salud, gozo, progreso, sino apariencia de salud, apariencia de gozo, apariencia de progreso. No humanidad, sino apariencia de humanidad” (74). Esta constatación, producía en Mallea un fastidio al borde del odio. Dice, en cruda descripción de sus sentimientos: “Contaminado. Así me sentía. Y odiaba a esos deformadores, a esos traidores, a esos burgueses dormidos en el lecho de cierta venal incuria. Me odiaba a mí mismo; no podía soportarme” (80). Odio, incapacidad para soportarse a sí mismo, rechazo, todo un cúmulo de sentimientos tan fuertes en él que inclusive llegaban a la decepción, la furia contra sí mismo, la fría amargura. ¿Cómo podría Mallea construir un pensamiento creador desde esa situación existencial tan negativa? Podemos entender su paso desde un lugar existencial negativo a otro lugar existencial positivo. En efecto, toda esa descripción del agobio, la amargura, el odio y la furia, pertenecen a su observación de “la Argentina visible”, acaso, material. Mientras que ahora va hacia lo otro positivo, lo que él llama “La Argentina invisible.”

   Dos clases de hombres

Hay en el texto de Mallea, en su eje central, la asunción del enfoque antropológico paulino de las dos humanidades representadas por “el viejo hombre” y “el nuevo hombre”, dicho en otros términos: “el primer Adán” y el “postrer Adán". Mallea reflexiona sobre esos dos biotipos humanos aplicados, no a su sentido prístino adánico y cristológico en la visión paulina, sino, diríamos, a las dos formas de ser argentino. Y los describe de varias formas.

a)      Los que juegan y los que se juegan. Acaso este subtítulo represente adecuadamente lo que Mallea dice a propósito de su acercamiento a la teología. Con ello, se refiere a su volver “a los atormentados, ‘a mis’ atormentados: a mi Kierkegaard, a mi San Agustín, a mi Pascal. A estos hombres que no se olvidaban su estado de desolación y sus compromisos con lo eterno”. Son hombres que no ocultan sus enfrentamientos con lo infinito pero que, sobre todo, “no juegan con los principios sino que se juegan con sus existencias [...]”.  Se trata de la misma interpretación que Juan Mackay hace de los cristianos que se arriesgan a transitar el camino del seguimiento de Jesús, en lugar de frías especulaciones propias del espectador que vive en “el balcón”. Mackay dice, precisamente sobre Kierkegaard:

        Rompe, en forma decidida, con el famoso cogito ergo sum de Descartes. La simple capacidad de pensar puede diferenciar a un hombre de un animal, pero no le otorga a aquél ningún título de verdadera existencia como hombre. Kierkegaard aceptaría de mucho mejor grado el postulado “pugno ergo sum”, o sea: Lucho, luego soy. [...] Para él, el verdadero significado de la existencia consiste en la identificación completamente apasionada con lo eterno, mediante la cual halla el hombre su “Idea” por la cual vivir y morir.

Mallea se inscribe en dentro de la perspectiva existencial como postura filosófica y, sobre todo, de la vida misma. Por eso pondera a “sus” pensadores, tales como Kiekegaard, San Agustín y Pascal. Por eso, también, critica a los meros teóricos a quienes denomina, peyorativamente “ergotizadores”. Se trata de quienes viven de silogismos, de la constante reversibilidad, del “pienso para existir; existo para pensar; pienso, luego he pensado; he pensado, luego pensaré...”. Que Mallea acepta la perspectiva del existencialismo y no la del racionalismo iluminista, es una conclusión que surge de su propia crítica a pensadores como Hume, Descartes y Kant. Evalúa sus teorías del conocimiento y dice:

        La inteligencia de Hume es tan exacta, precisa y universal como la inteligencia de Descartes, y la inteligencia de Descartes es tan exacta, precisa y universal como la inteligencia de Kant; sin embargo, las tres teorías se oponen entre sí. Todo este ir y venir al mismo estanque, tanta dialéctica improbable y racional, que tenía cíclicamente en los tiempos defensores de igual ardor e igual sinceridad, se me ocurría definitivamente cándido en su afán de querer erigir al hombre, ese “junco pensante”, en árbitro de fenómenos y esencias cuando todo escapa instante tras instante a su razón vulnerable.

Para Mallea, la sabiduría no radicaba en el mero ejercicio racional e intelectual especulativo. Casi al final de su peregrinaje, constata que sólo podría aceptar de lo intelectual la parte de fruto que es la sabiduría. Insta a llegar más lejos de lo intelectual, es decir, “a los terrenos del heroísmo y de la santidad. Allí están los árboles de la sabiduría, pinos solitarios cargados de piñas”. Lejos del mero teorizador de este siglo, lejos del simple especulador metafísico, Mallea pondera la búsqueda de la verdadera sabiduría, la que encuentra en los terrenos del heroísmo y la santidad, o sea, en la lucha por la superación espiritual y ética. Conviene precisar que su referencia a la santidad no es una invitación a una especie de fuga mundi. Aclara, más bien, que se trata de ser santo con los pies sobre la tierra. Dice: “El hombre de más alta perfección espiritual, el santo, no ha hecho en el creciente decurso de su vida temporal sino levantarse dentro de la tierra, pero sin dejar de tener en ella los pies”; modelo de santidad con los pies en la tierra, que Mallea ve encarnados en San Francisco de Asís y San Agustín de Hipona quienes, lejos de vivir aislados de la realidad, se comprometieron a partir de su fe en Cristo, en hombres totalmente involucrados con las luchas de sus pueblos.

b)      Hombre visible y hombre invisible. Es la segunda tipificación de los dos hombres que ve Mallea en la Argentina de sus días. Su pensamiento, que también es inspirado en la antropología paulina del “hombre interior y hombre exterior,” surge de la comprobación del error de “creer que pueda haber vida por ‘representación’, vida representada en lugar de vida vivida”. Que Mallea se inspira en San Pablo es un dato que surge de sus propias palabras: “El pueblo de dentro, el pueblo de fondo, ese que es con relación al pueblo exterior lo que el hombre interior de que habla San Pablo en sus Efesios es al hombre exterior”. Mallea ubica a esos dos tipos de hombres según sus geografías. Al hombre no visible, que define como: “silencioso, obstinado, conmovido y laborioso” lo ubica, sobre todo, en las estancias, las provincias, los pueblos, las selvas. Puede encontrarse, también, en la ciudad, pero en “la ciudad profunda, no en la fácil”. Partiendo de la premisa de que si hay dos hombres en el mundo, psicológica, ética y socialmente diferentes, ellos son: el habitante del hinterland y el habitante de la ciudad. “En la dimensión de esa diferencia me pareció siempre residir la dimensión de nuestro posible crecimiento hacia la positiva integración de nuestro destino”. Y, a partir de estas diferencias geográficas pero, sobre todo, existenciales, Mallea encuentra muchos contrastes, entre otros: la esperanza del trabajador del norte con la del hombre de las metrópolis, el sistema moral del hombre andino con la codicia del pequeño industrial, la operosa vida del colono con la existencia del explotador urbano. En síntesis: “las ambiciones, las ansias, las inquietudes son diferentes”.

3.    Perfil del nuevo hombre argentino

No hay en esta Historia una enumeración pormenorizada de pasos a seguir para forjar este nuevo hombre. Tampoco hay una sistematización de las características que debe reunir esta nueva humanidad argentina. No son esas las preocupaciones esenciales de Mallea, toda vez que él tiende a huir de sistematizaciones optando, en cambio, por lo espontáneo, lo existencial, lo vivencial, la libre imaginación. Precisamente dice: “la imaginación es libre y múltiple, por lo tanto contradictoria, y está más allá de la lógica. Pero, por eso mismo, lo que la imaginación no debe proponerse, sino con grandes precauciones, es el propósito de sistematizar. El contrasentido más grande del mundo es una imaginación dogmática”. Y la importancia de la imaginación es tan grande que, como dice Mario Luzi: “Si no imagina, el pensamiento ignora". Volviendo a Mallea, resulta difícil rastrear los aspectos que distinguen al hombre nuevo, que su imaginación sueña. No obstante, es posible detectar algunas condiciones particulares que señala.

a)     Conciencia y autenticidad. Aunque no menciona muchas veces a la conciencia, sí hay una página en la que destaca notablemente su importancia hasta confesar: “Conciencia, conciencia era lo que necesitábamos”. Y allí, Mallea se refiere al hombre que sale con el amanecer, con la reciente claridad de Dios a recoger el fruto de su siembra. Y define: “conciencia es la del que crece sin invadir, sin transgresión material o espiritual, atento sólo a un principio de autenticidad”. La conciencia a la que apela Mallea, por la cual se puede llegar a ser hombre nuevo, es una conciencia que surge de una profunda crisis espiritual. Él mismo parece haberla experimentado después de su viaje a Europa, reflexionando, entonces, en la exhortación paulina de revistirse del nuevo hombre. Mallea dice que del estado de pasión, aspiración y angustia fértil, “de su matriz de donde debe salir el hombre nuevo. ‘Revestíos del hombre nuevo’, dice Pablo en su Epístola, IV, 24. ‘Puesto que nosotros somos miembros los unos de los otros”. Pero advierte: “Mas esto, revestirse del hombre nuevo, no se hace con honras, con fastos, no se hace con sueño, no se hace sin heroísmo. No se hace sin una mística”. Él mismo emprenderá ese camino, haciendo “tabla rasa conmigo mismo”  y reconocer su propia nulidad. Siguiendo los pasos de San Pablo e inspirándose en el testimonio del apóstol en la epístola a los Filipenses, Mallea dice:

        De todo lo que tengo no quiero más que mi aspiración. Arrojo todo lo demás, lo tiro. No quiero más que eso: mi aspiración. Con eso hay que empezar, con eso hay que caminar hoy. Cada uno en su diferente forma. Arrojo todo lo demás, lo doy por nada, lo dejo: libros escritos, palabras habladas, cuentos contados, versos aprendidos, literatura. [...] Yo quiero tener libres las manos de mi espíritu en esta tierra doy estoy plantado, instalado. Quiero que sean las manos de mi espíritu las que oigan y hablen. Las manos del espíritu son las del hacer, no las del ser, porque esto último es la santidad.

Es esta última parte de la obra, la de mayor densidad teológica. Plenamente consustanciado de las ideas paulinas, Malle cita nuevamente al apóstol en lo que describe como una lucha espiritual entre fuerzas contrarias. Dice:

        Otra vez San Pablo y sus Efesios, VI, 19: “porque no es nuestra pelea solamente con hombre de carne y sangre: sino contra los príncipes y potestades, contra los adalides de estas tinieblas del mundo.” ¡Los adalides de estas tinieblas! ¡Los gobernadores de las tinieblas! ¡Contra los príncipes y potestades, gobernadores de las tinieblas!

Y entonces, a modo de contextualización, identifica esos poderes al escribir: “Contra los ostensibles, visibles enseñoreados de la violencia y la deformación y el fraude físico y espiritual”. La referencia al fraude tanto físico como espiritual, bien puede ser una elíptica indicación de la deformación de la democracia a través de actos fraudulentos como el acontecido entre 1937 y 1938 con la llegada al gobierno de Roberto Ortiz. Mallea admite haber confiado antes en los poderosos pero ahora, después de su “camino de Damasco” –otra referencia a la experiencia de san Pablo– “lo que prefiero ahora –dice– es la verdad solitaria, la ecuanimidad –¡digamos!– de mi conciencia”. El cambio, entonces, debe producirse en la interioridad del hombre argentino, en su conciencia. ¿De qué modo? Y Mallea respondería: por medio de la conversión.

b)    Conversión. Al reflexionar sobre el devenir humano, reconoce su estado de pecaminosidad,  ya que “nada se da en estado puro en el hombre”. En clara referencia a Heráclito de Efeso, afirma: “todo es devenir”. De ese devenir humano, de ese cambio permanente, debe acontecer, también, una mudanza interior. Citando la interpretación que Unamuno hace de la afirmación de Jesús en el Evangelio, dice Mallea:

        Bien glosado está así por Unamuno aquello de que no dice San Mateo “en verdad os digo que si no sois niños”, sino “en verdad os digo que si no os volvéis y os hacéis niños no entraréis en el reino de los cielos”; no si no sois, sino “si no os volvéis”, lo que indica mudanza".

Esa conversión, a la que insta, implicará una transformación del engaño a la verdad, de la apariencia a la realidad, de la esclavitud a la libertad, de una religiosidad exterior a una fe interior. Mallea critica a los fieles que van a la iglesia como a la pausa de un espectáculo y “fluctúa entre cierta verdadera contrición y cierta comodidad de quedar bien con Dios”. La superación de ese fariseísmo, no consiste en rezar en un templo y organizar asociaciones de caridad, sino en incorporar a Dios en la vida interior, ya que “no hay modo de tener a Dios, que llevarlo dentro”.

Conclusiones

Historia de una pasión argentina nace, como su autor lo repite una y otra vez, de una profunda angustia por el destino de la Argentina. Mallea se desespera al ver a un país sin rumbo o bien que ha equivocado el rumbo de su destino al no profundizar sus raíces espirituales y culturales. Como señala en el prefacio: “Contra ese desaliento me alzo, toco la piel de mi tierra, su temperatura, estoy al acecho de los movimientos mínimos de su conciencia, examino sus gestos, sus reflejos, sus propensiones...". Esta es, fundamentalmente, una clave hermenéutica para entender su mensaje. No es una fría reflexión especulativa y filosófica, sino una “pasión hecha palabra”.

A partir de las ideas platónicas podría entenderse ese “dualismo” que forma el eje central de su propuesta: dos hombres, dos humanidades, dos biotipos espirituales: el hombre exterior, que vive de lo efímero, que busca sólo el progreso material “contante y sonante” y el del interior. Aunque esa tipología dual no es absoluta y puede darse tanto en el interior del país como en la gran metrópoli, Buenos Aires, en general Mallea identifica al hombre exterior como la gran ciudad y al hombre interior precisamente en el campo y las aldeas de la amplia geografía argentina. Aunque no puede probarse fehacientemente su apelación a Platón, por lo menos en algún momento Mallea hace mención específica del gran maestro ateniense cuando dice: “Si según la teoría socrática recogida por Platón en su Fedón, ciencia es reminiscencia, lo que necesitamos en todo momento es reminiscencia, o sea, conocimiento interior del origen de nuestro destino”. Pero definitivamente lo que estructura el pensamiento de Mallea en su obra, es la teología de San Pablo. Tanto en el uso de las expresiones “viejo hombre”/”nuevo hombre” y “hombre exterior/hombre interior”, como su apelación a la conversión por la fe en el Cristo para experimentar la transformación interior, Mallea es deudor del apóstol en sus ideas e, inclusive, en su propia experiencia “camino de Damasco.” La antropología de Mallea, entonces, es una relectura de la antropología paulina, sólo que contextualizada a la realidad argentina. Mallea está preocupado por la necesidad del surgir de un nuevo hombre argentino, profundamente comprometido con los valores de la justicia, la fe, la santidad pero con pies sobre la tierra. Sólo así, entiende, podrá haber una nueva Argentina próspera en sentido pleno y que cumpla con el destino de grandeza a la que está llamada.

En lo filosófico, Mallea opta por incluirse dentro de la corriente existencialista en pleno auge en sus días. Por eso, rechaza el racionalismo y el iluminismo encarnados en autores como Hume, Decartes y Kant para ponderar a “sus maestros”, entre los cuales ocupan un lugar preponderante las figuras de San Agustín, Pascal y, sobre todo, Kierkegaard. Por eso, su obra es una pasión, una búsqueda pasional por la verdad no como mero espectador sino como alguien que entra en la lucha con total resolución.

Es posible ver en el texto de Mallea cierta inclinación idealista. Este aspecto es señalado por Ana Lía Amores cuando dice: “Indudablemente, la visión que tuvo Mallea de su país tomaba en cuenta exclusivamente las fuerzas morales y espirituales de sus habitantes; [cuando] en realidad, dichas fuerzas no constituían por sí solas la esencia del país.” (“La pasión del pensamiento”. Pese a ello, admite que “al margen de lo que exista de idealización en su propuesta de país, hay en Mallea ideas valiosas que pueden ser actualizadas”. Gómez-Martínez –que citáramos en los primeros tramos de este ensayo– señala con acierto la dificultad por encasillar o definir la obra de Mallea. Algo similar decía Francisco Romero en el prólogo a la obra: “Eduardo Mallea: nuevo discurso del método”. El gran filósofo argentino entendía que Mallea emprendía, en Historia de una pasión argentina, un camino similar al de Descartes ya que: “El tratado cartesiano y el libro de Mallea son ambos, esencialmente, la prosecución de un método” (Prólogo de Francisco Romero, p. 7). Sin embargo, el propio Romero, al final de su presentación admite tanto la dificultad para definir la obra que, no es un libro más y, ni siquiera un “buen libro” o “un libro excelente”. Y, apelando a la metáfora dice resueltamente: “Es un haz de palabras vivas, verídicas y emocionadas, rebeldes a la esclavitud del papel y de la letra, y cuyo eco ha de extenderse y prolongarse a lo largo de los años”.

En síntesis: la antropología de Mallea expresada en su Historia de una pasión argentina, se construye a partir de las categorías filosóficas existenciales –de la pasión, la desesperación, la búsqueda– pero, sobre todo, la perspectiva de San Pablo. Mallea establece un contraste rotundo entre el hombre exterior y el interior. El primero, que vive de lo efímero y de la apariencia. El segundo, que vive de un cambio interior profundo, a modo de “conversión” y que, decididamente, opta por entrar por lo que en el Evangelio se define como “camino angosto” de la fe y el compromiso, no sólo con Dios, sino con el país, la patria, el suelo argentino aunque, muchas veces, ese país se transforme en profundo dolor y desamparo. En todo caso, diría Mallea: “prefiero la verdad solitaria”. El mensaje de Mallea, a más de medio siglo de ser pronunciado, resuena –si lo dejamos actuar– no sólo en los oídos sino, especialmente, en el nivel más profundo de nuestra sensibilidad: en la conciencia.

 Fuente: Alberto Fernando Roldán

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