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Julio Cortázar, Charlas con el gran cronopio

imagenSobre la infancia y la imaginación, sobre los diccionarios y la pobreza, sobre la traducción y la soledad, sobre la Revolución cubana y el caso Heberto Padilla. Los asuntos tratados en las entrevistas que Julio Cortázar concedió a la escritora y periodista Elena Poniatowska son tan variados e interesantes como la escritura de ficción del autor de Todos los fuegos el fuego.

—¿Qué noticias me da de Luis Sandrini?
Julio Cortázar se inclina —siempre se inclina— sobre su interlocutor, un señor calvo.
—No sé nada de él. Es un cómico que murió hace tiempo, ¿no?
En la casa de la editorial Siglo XXI, detrás de las puertas vidriadas, otro calvito de anteojos con una pila de libros bajo el brazo aguarda un autógrafo. Cuando Julio se dispone a firmar, el calvo murmura algo acerca de Luis Sandrini.
Le pregunto a Julio:
—¿Qué tienes tú que ver con Luis Sandrini?
—Nada. Por lo visto, México está lleno de cronopios —ríe.
—O de piantados.
—Siempre me suceden cosas extrañas. Recuerdo a una señora sudorosa y efusiva que me persiguió para felicitarme: “¡Me encantan sus cuentos, me fascinan y a mi hijo también. ¿No quiere escribir un cuento en el que el personaje principal se llame Harry El Aceitoso?!” Supongo que quería complacer a su hijo. Y te voy a confesar una cosa, Elena, estuve tentado de escribir un cuento sobre Harry El Aceitoso.
—¿Y en qué otras tentaciones caes?
—En muchas.
Ríe y sus dientes (los dos de enfrente separados) son de niño. Si no estuvieran manchados de nicotina, diría que son de leche como eran los de Diego Rivera. Si lo pienso bien, todo Julio es de leche, es alimenticio, es bueno, calienta el alma y se deja beber por cuantos se le acercan. No guarda una sola distancia, nada hay en él de vedette, jamás se burla de sus interlocutores ni siquiera del que insiste en Luis Sandrini. Asume nuestra ignorancia, nuestra debilidad. Abraza. Imposible sentirse mal con él. Con razón las mujeres lo inundan de cartas.
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Elena Poniatowska y Julio Cortázar
© Fundación María y Héctor García
—¿En qué tentaciones caíste de niño? ¡Ésas interesan muchísimo a tus enamoradas que en México son legiones!
—Los recuerdos de infancia y adolescencia son engañosos. Me sentí mal de niño.
—¿Por qué? ¿La realidad te agobiaba?
—Sí, yo creo que fui un animalito metafísico desde los seis o siete años. Recuerdo muy bien que mi madre y mis tías —mi padre nos dejó muy pequeños a mi hermana y a mí—, en fin, la gente que me veía crecer, se inquietaba por mi distracción o ensoñación. Yo estaba perpetuamente en las nubes. La realidad que me rodeaba no tenía interés para mí. Yo veía los huecos, digamos, el espacio que hay entre dos sillas y no las sillas, si puedo usar esa imagen. Y por eso, desde muy niño, me atrajo la literatura fantástica. En un capítulo que se llama “El sentimiento de lo fantástico”, conté que uno de mis dolores más grandes fue darle a un amigo mío la historia del hombre invisible que Welles tomó de Julio Verne, y que éste me lo aventara.
—¿Te rechazó?
—Fui enfermizo y tímido, con una vocación para lo mágico y lo excepcional que me convertía en la víctima natural de mis compañeros más realistas que yo. Pasé mi infancia en una bruma de duendes, elfos, con un sentido del espacio y del tiempo distinto al de los demás. Lo cuento en La vuelta al día en ochenta mundos. Entusiasmado le enseñé mi escrito a mi mejor amigo, y me lo tiró a la cara: “No, esto es demasiado fantástico”.
—¿Y tú nunca tuviste deseos de ser científico, descubrir el por qué de las cosas?
—No. Tuve deseos de ser marino. Leí a Julio Verne como loco y lo que quería era repetir las aventuras de sus personajes: embarcarme, llegar al Polo Norte, chocar contra los glaciares. Pero, ya ves —deja caer las manos—, no fui marino, fui maestro.
—Entonces, ¿tu infancia fue cruel?
—No, cruel no. Fui un niño muy querido e incluso esos mismos compañeros, que no aceptaban mi visión del mundo, sentían admiración ante alguien que podía leer libros que a ellos se les caían de las manos. Lo que pasa es que estaba yo desollado, no me sentía cómodo dentro de mi piel. Antes de los doce años vino la pubertad y empecé a crecer mucho.
—¿No te dio seguridad ser alto?
—No, porque se burlan de los altos.
—Yo creía que ser alto da mucha seguridad.
—Pues estás equivocada —se anima—. Hay un cuento que me proyecta mucho: “Los venenos”. Tuve unos amores infantiles terribles, muy apasionados, llenos de llantos y deseos de morir; tuve el sentido de la muerte muy, muy temprano, cuando se murió mi gato preferido; este cuento, “Los venenos”, gira en torno a la niña del jardín de al lado, de quien me enamoré, y de una máquina para matar hormigas que teníamos cuando era niño. Asimismo, es la historia de una traición, porque una de mis primeras angustias fue el descubrimiento de la traición. Yo tenía fe en los que me rodeaban y por eso el descubrimiento de los aspectos negativos de la vida fue terrible. Esto me sucedió a los nueve años.
(Tuve el gran privilegio de entrevistar a Julio Cortázar con mi amiga Margarita García Flores, en una oficina de Siglo XXI, gracias a don Arnaldo Orfila Reynal que una vez asomó su cara de perro bueno porque otros esperaban al gigantesco autor de Rayuela).
—Julio, tú siempre describes niños, adolescentes entrañables y sobre todo sufrientes.
—De niño no fui feliz, y esto me marcó muchísimo. De ahí mi interés en los niños, en su mundo. Es una fijación. Soy un hombre que ama mucho a los niños aunque no he tenido hijos. Creo que soy muy infantil en el sentido de que no acepto la realidad. A los niños les cuento cosas fantásticas e inmediatamente establezco una buena relación con ellos. Los que sí no me gustan nada son los bebés; no me acerco a ellos hasta que no se vuelven seres humanos.
—Creo que los niños de tus cuentos conmueven, Julio, por su autenticidad.
—Sí, porque hay niños muy artificiales en la literatura. Un cuento que yo quiero mucho es el de “La señorita Cora”; la situación de ese adolescente enfermo yo la viví, y como te lo dije, tuve una gran experiencia en amores sin esperanza a los dieciséis años, cuando consideraba que muchachas de dieciocho o veinte años eran unas mujeres muy adultas. Entonces me parecían un ideal inaccesible, y por eso se creaba una situación de realización imposible. “La señorita Cora” es un cuento con el que sufrí mucho. Tú sabes que uno de los fantaseos de los niños es imaginarse a punto de morir. Entonces el ser amado aparece arrepentido, abraza y ama, llora su culpabilidad, jura amor hasta la eternidad, en fin, una situación arquetípica.
—¿No crees que en todo esto hay mucha autocompasión?
—Creo más bien que hay una aptitud definitiva para regresar a la visión del mundo de un niño; yo siento un gran placer en escribir ese retorno; me siento bien cuando regreso a mi infancia.

   —De esa fijación tuya en la infancia, ¿han surgido los libros-objeto, los collages, los recortes?
—Sí, me gustan mucho los juguetes, pero los que son ingeniosos, los que se mueven y actúan; me gustan tanto como las papelerías, los cuadernos, la punta de los lápices, las gomas de migajón, la tinta china. Al Larousse Ilustrado lo olía: tenía un olor perfumado que todavía me llega. Tengo, Elena, un amor infinito por los diccionarios. Pasé largas convalecencias con un diccionario sobre las rodillas buscando la definición de la goleta, del porrón, del tifus. Mi madre se asomaba a la recámara a preguntarme: “¿Qué le encuentras a un diccionario?”.
—Tu madre, Julio, ¿tenía imaginación?
—Mi madre tenía una peculiar visión del mundo. No era una gente muy culta, pero era incurablemente romántica y me inició en las novelas de viajes. Con ella leí a Julio Verne. Es extraño, porque las mujeres no leen a Julio Verne. Mi madre leía mala literatura, pero su enorme imaginación me abría otras puertas. Teníamos unos juegos: mirar el cielo y buscar la forma de las nubes e inventar grandes historias. Esto sucedía en Banfield. Mis amigos no tenían esa suerte. No tenían madres que mirasen las nubes. En mi casa había una biblioteca y una cultura.
—¿Medianita?
—Si tú quieres, mediana. Mis amigos eran hijos de obreros, gente muy pobre.
—¿Tú crees que el hecho de haber vivido entre hijos de obreros y pobres influyó en que ahora te preocupes por la miseria y la injusticia en América Latina, y formes parte del tribunal que juzga los crímenes de guerra de la Junta Militar en Chile, por ejemplo?
—No creo que haya influido de manera directa, pero sí creo que fue una fortuna subliminal vivir una infancia pobre con niños pobres porque después entré a una clase pequeñoburguesa muy definida.
—¿Por qué dices que fue una fortuna subliminal vivir entre pobres?
—Porque esto me marcó para bien.
—¿Como escritor?
—También, porque ¿cuál es el problema que se refleja en muchos escritores latinoamericanos? No me gusta citar nombres y no lo acostumbro, pero Eduardo Mallea, por ejemplo, no tuvo contacto directo con su propio pueblo y cuando hace hablar a sus personajes populares, su visión es artificial y demuestra que ignora totalmente la manera de vivir de esa gente. Es un ejemplo parcial, pero así como Mallea hay muchos escritores latinoamericanos cuya primera educación no les ayudó a entender mejor cosas que más tarde se les escaparán definitivamente.
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Julio Cortázar
©Sara Facio
—¿La realidad de su país?
—Sí. Creo que mucho de mi conocimiento de la realidad de América Latina, su rebelión y su desamparo, se la debo a mis amigos hijos de obreros.
—Julio, ¿y tu afán por Europa, cuándo se manifestó? ¿Cuándo decidiste instalarte en Francia? ¿Eras europeizante como todos los argentinos? ¿Y cultísimo como suelen ser los intelectuales?
—Creo que fui un esteta.
—Eres…
—Soy. Me encerré durante años a leer, no hablaba con nadie; durante mi juventud fui un misántropo, me metí en el mundo de la cultura y de la estética. Eso duró muchos, muchos años. Leía, sólo leía. Y escribía, sin publicar, por orgullo, porque sabía que lo mío era bueno.
—¿Tan bueno como lo de Borges?
—Distinto. Borges es admirable.
—¿Hiciste cuentos por seguir a Borges, gracias a su influencia?
—Más bien los escribí por Poe.
—¿Por eso lo tradujiste?
—Eso fue casi una fatalidad, porque de niño desperté a la literatura moderna cuando leí los cuentos de Poe, que me hicieron mucho bien y mucho mal al mismo tiempo. Los leí a los nueve años, y por él viví en el espanto, sujeto a terrores nocturnos hasta la adolescencia. Pero me enseñó lo que es una gran literatura y lo que es el cuento. Ya adulto, me preocupé por completar mis lecturas de Poe, es decir, leer los ensayos que son poco leídos en general, salvo los dos o tres famosos (el de la filosofía de la composición), y Francisco Ayala, en la Universidad de Puerto Rico, muy amigo mío en Argentina, se acordó de nuestras conversaciones y me escribió preguntándome si yo quería hacer la traducción. Hice la primera traducción total de la obra de Poe (cuentos y ensayos) que tampoco estaban traducidos. Fue un trabajo enorme, duró mucho tiempo, pero fue magnífico porque ¡hay que ver todo lo que yo aprendí de inglés, traduciendo a Poe!
—¿Esto lo hiciste en Argentina?
—No, ya en París. Dejé la Argentina en 1951, y me instalé definitivamente en París. Tenía treinta y siete años; gran parte de mi vida había transcurrido en Buenos Aires y me llevé mi casa a cuestas: Argentina. Justamente en el año en que me fui de allá, hice la traducción de Marguerite Yourcenar que tanto te interesa, Elena. Yo me iba a Europa a la aventura, sin dinero y, naturalmente, necesitaba conseguir todos los recursos de vida posibles. Tenía bastante experiencia como traductor; hice muy buenas cosas, muy buenas. Traduje a Chesterton, a André Gide, la vida y las cartas de Keats, en fin, tenía un buen background como traductor. Siempre me gustó traducir. Por eso busqué traducciones para hacer en Europa y mandar a Buenos Aires. Como la Editorial Sudamericana ya había publicado mi librito Bestiario, justamente en el momento en el que me fui de Argentina, me dieron a elegir entre unos cuatro libros; vi las Memorias de Adriano que había leído en francés y me había fascinado, y le pedí y exigí a la editorial un plazo largo para hacerlo, porque sabía que ese libro había que hacerlo bien. Incluso empecé a trabajarlo en el barco que me llevó de Buenos Aires a Marsella, releí el libro, intenté distintos enfoques de la traducción, la fui trabajando. La traducción de Memorias de Adriano la hice en París, se publicó y la crítica siempre ha dicho que se trata de una buena traducción. A Marguerite Yourcenar nunca la he visto, salvo en una pantalla de televisión.
—¡A mí me parece extraordinaria! Me llama más la atención que Simone de Beauvoir.
—¡Son dos mundos distintos! El de Simone de Beauvoir es el mundo problemático contemporáneo y el de Marguerite Yourcenar es una reflexión sobre la humanidad en su conjunto a través de figuras como Adriano o el personaje principal de Opus nigrum (L’Oeuvre au Noir).
—¿Y cuando traducías, Julio, no tuviste la sensación de estarle quitando tiempo a tu obra personal?
—No, nunca tuve esa sensación, porque en esa época yo tenía mucho tiempo y siempre he tenido una gran capacidad de trabajo cuando tengo ganas de hacer algo. En esa época yo era absolutamente desconocido, de manera que ni tú ni nadie venía a entrevistarme, a tomarme fotos, a pedirme autógrafos, y no me llegaba correo de un metro cúbico semanal. Es decir, que yo era verdaderamente una persona que vivía la vida que siempre me gustó vivir, la de un solitario, en la que dedicaba medio día a ganarme la vida traduciendo para la unesco y me sobraba el resto del día para leer y escribir.
—Un poeta mexicano, Alejandro Aura, escribió en contra de los solitarios: “La soledad de los solitarios es una porquería”. Y también dijo: “De pronto sonríen —sin motivo aparente— y su mirada de borrego suena como una campana de leproso que aleja a los demás”.
—Pues a pesar de tu amigo, yo seguiré siendo solitario.
—Si te dejan.
—Si me dejan. Ahora me resulta difícil, aunque cuando quiero aislarme tomo un tren a Londres y allá vivo completamente solo (allá no me conocen) durante el tiempo que lo necesito. A mí me gusta hablar con la gente, Elena, y descubrí ese placer muy tarde. Pasé cinco años como profesor de secundaria en un pueblo, en el campo; luego me fui a Mendoza, a la Universidad de Cuyo, a impartir cátedras a nivel universitario.
—¿Pero qué estudiaste?
—Te lo dije, soy maestro, me recibí en la Escuela Normal Mariano Acosta de Buenos Aires; estudié el profesorado en letras, ingresé en la Facultad de Filosofía y Letras, al año lo dejé para irme al pueblo de provincia del que te hablé. Fueron mis años de mayor soledad; fui un erudito; toda mi información libresca es de esos años; mis experiencias fueron siempre literarias. Vivía lo que leía, no viví la vida. Leí millares de libros, encerrado en la pensión; estudié, traduje. Descubrí a los demás sólo muy tarde.
—¿Y ahora por qué le dedicas tanto tiempo a la gente?
—Porque no puedo evitarlo. Yo no sé hasta qué punto uno se conoce a sí mismo, muy poco probablemente. Pero de lo que estoy convencido es que si yo me hubiera quedado en Argentina y hubiera hecho una carrera equivalente a la que hice en Europa, después habría sido el mismo. Desde niño he tenido un sentimiento muy profundo de mi prójimo como persona. Lo que no tenía era el sentimiento de mi prójimo como colectividad, como historia; eso lo aprendí con los cubanos; pero en el plan individual, la tristeza de alguien que está cerca de mí es como la tristeza de un animal; hago cualquier cosa por aliviar su pena. No puedo ver sufrir a un gato, a un perro, no lo acepto. Por lo tanto, un hombre, una mujer...
—¿Y no tienes la sensación de pérdida de tiempo? Perdona, Julio, que insista en el tiempo, pero últimamente me obsesiona.
—Mira, yo he perdido tanto en mi vida que sería una hipocresía considerar que una acción, en el sentido de aliviar una situación de pena o enfermedad, pueda considerarla una pérdida de tiempo. De ninguna manera. No, no, no. Yo sé que hay cosas que me lo hacen perder. En París, por ejemplo, en este momento están los problemas cotidianos de los chilenos, los argentinos, los uruguayos que llegan expulsados, sin dinero, desconcertados, muchas veces sin conocer el idioma en un país que les parece hostil porque todavía no tienen los contactos necesarios; entonces yo hago lo imposible por darles amigos, aclarar su situación, acompañarlos. Para mí eso no es una pérdida de tiempo. Es igual que si estuviera escribiendo un libro.
—¿Sí?
—¡Claro! Es un libro que no se publicará pero eso no tiene ninguna importancia.
—¡Ya estás como Arturo de Córdova!
—¿Quién?
—Es un actor yucateco, muy cursi, que concluía todos los diálogos de sus 28,970 películas con una frase: “No tiene la menor importancia”.
—Mira, Elena, yo carezco del reflejo del escritor profesional que, en general, es egoísta, aunque reconozco que hay que serlo en algunos casos. Cuando me encuentro trabajando en un cuento y estoy posesionado por la historia y por la forma en la que la voy resolviendo, en ese momento cierro con doble llave mi puerta y no atiendo a nadie. No contesto el teléfono. Pero antes y después, estoy lo más abierto posible.
—El lema de Guillermo Haro es: “Perezcan los débiles y los fracasados y ayudémosles a desaparecer, y que éste sea nuestro primer principio de amor al prójimo”.
—Oye, yo ya estoy lo bastante viejo para saber al cabo de diez minutos de conversación con una persona, si es un fracasado o un parásito y estas especies las detecto rápidamente, desde la niña a quien le gustaría acostarse con el escritor famoso simplemente porque cree que esto la va a ayudar, o porque le gusta. Tengo suficientes antenas para comprenderlo y con gente así no pierdo el tiempo, aunque soy lo bastante cortés como para detectarlo en cinco minutos y no volver a verlos. En cuanto a los débiles no puedo responderte lo mismo, porque no tienen la culpa de serlo. Se puede ser débil por muchos motivos. Imagínate que un chileno mecánico ha salido de su país, ha llegado a París. Ese hombre, con respecto a la sociedad francesa a la que entra, es débil, aunque esté lleno de fuerza. Lo es porque se encuentra completamente desarmado: no conoce el francés, nadie le dará trabajo, va a tener problemas con los sindicatos. A esa persona yo la ayudo, porque no es un verdadero débil. Si tú le das una oportunidad, lo conectas con un garage, si entra de mecánico y empieza a demostrar que sabe hacer el trabajo, en quince días ese señor dejará de ser débil; es un hombre con sueldo, habitación y que empieza a vivir. ¿Cómo no hacer algo por él?
—Julio, ¿tu capacidad de trabajo sigue siendo tan fenomenal?
—No, a medida que va pasando el tiempo es cada vez menos. Cuando empiezo un libro —hablemos de una novela que es un trabajo más continuado— y tengo una necesidad imperiosa de escribirlo, tardo muchísimo en decidirme a empezarlo, doy vueltas como un perro alrededor de un tronco de árbol, a veces semanas y meses hasta que, finalmente, la cosa empieza; es evidente, lo sé por experiencia, porque siempre me sucede lo mismo. El primer tercio del libro avanza a empujones, entro en una etapa de trabajo continuo y finalmente me olvido de comer y de dormir. Me acuerdo muy bien cuando escribí Rayuela; lo hice en un estado tal de posesión, que no lograba alejarme de la mesa de trabajo.
—Y ¿conservas esa misma capacidad de enloquecimiento?
—Sí, sí, fíjate, del Libro de Manuel: escribí las últimas cincuenta o sesenta páginas de un tirón hasta el final; así, las escribí tomando mucho alcohol, completamente solo. De una sentada.
—¿Y para ti, tomar mucho alcohol significa tomar una botella de whisky diaria?
—No, de ninguna manera, significa tomar (bueno, si quieres una precisión) seis whiskys, pero en mí no es una costumbre sistemática, ni mucho menos.
—Según lo declaraste en alguna ocasión, Los premios empezó siendo un cuento. ¿Hiciste la novela a partir del cuento? ¿Te ha pasado lo mismo con alguna otra obra, construirla de una manera azarosa?
—¡Jamás he hecho esta declaración! Es absolutamente falsa. Si hay un libro que empezó como una novela, es Los premios, aunque de alguna manera está dicho en una pequeña nota que hay al principio o al final del libro. Hacía yo un viaje en barco desde Marsella hasta Buenos Aires; veintiún días en tercera clase, lo cual no era muy cómodo; de todas maneras, mi mujer y yo teníamos una pequeña cabina y la gente que viajaba no era nada simpática. Tú sabes, es una cuestión de azar; en algunos viajes uno es muy feliz porque encuentra cuatro o cinco personas con las que se entiende, pero ahí no había realmente nadie. Entonces mi mujer se dedicaba a leer y a tomar el sol en el puente, y yo tuve ganas de escribir esa novela que venía rondando y el momento era perfecto, porque era una cabina solitaria, tenía una máquina de escribir portátil y empecé, y creo que al llegar a Buenos Aires había yo escrito algo así como cien páginas.
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Julio Cortázar en París

“HAY QUE ACABAR CON LOS ENEMIGOS INTERNOS”

—Tu idea de la revolución, Julio, es singular, porque tú siempre te has manifestado por una revolución individual, la que empieza por uno mismo y obviamente estás personalizando, lo cual resulta inaceptable para los partidos comunistas tradicionales. Has declarado en varias ocasiones que el hombre debe nacer nuevamente y que la revolución debe dar a luz a un nuevo hombre, ¿o no?

—¡Claro! Lo que yo creo y busqué decir en el Libro de Manuel es que mi sentimiento de una revolución socialista, como la entiendo para América Latina, comporta un doble proceso, no consecutivo, sino simultáneo. Hay quienes piensan que por lo pronto hay que hacer la revolución, es decir, acabar con el imperialismo yanqui, los gorilas, los militares, tomar el poder e implantar el socialismo en el país, y ya después habrá tiempo para iniciar los planes de cultura, el perfeccionamiento humano. Desconfío. Creo que si en el ánimo de esos revolucionarios no existe el deseo de que simultáneamente se le pida a cada individuo que dé lo mejor de sí mismo, que se busque a sí mismo, se explore, haga su autocrítica, que no vaya a la revolución lleno de prejuicios, sino que ésta sea una manera de despojarse de sus ropas viejas, esta revolución fracasará. En el fondo, esta visión del hombre nuevo era una idea del Che. No es una idea abstracta o teórica para un futuro lejano, sino que tiene que darse simultáneamente. Para decirlo con una imagen: siempre he sostenido que hay que hacer la revolución de afuera hacia adentro, y de adentro hacia fuera en todos los planos —cuando a Cortázar le interesa subrayar algo levanta la voz y separa cada una de las sílabas, recordando sin duda sus tiempos de maestro—. Hay que acabar con nuestros enemigos pero también con los enemigos internos. Fíjate lo que sucede con una revolución socialista. Después de una tarea infinita, del sufrimiento monstruoso de gente heroica que se ha hecho matar, se llega al poder y simplemente porque cuatro o cinco o seis dirigentes no han hecho su autocrítica, se instala en el poder, por ejemplo un puritanismo de las costumbres (digamos desde el punto de vista sexual) casi victoriano. Eso no lo acepto, porque me parece una revolución fracasada. El hombre va a seguir siendo prisionero de sus tabúes, sus inhibiciones, sus imposibilidades. ¿Para qué diablos le sirve el socialismo? Para nada.
—Pero, Julio, ¿acaso en Rusia no hay puritanismo?
—Rusia no, Unión Soviética.
—No sé por qué he seguido diciendo Rusia y San Petersburgo.
—Elena, claro que hay puritanismo, por eso estoy lleno de crítica respecto de la situación actual de la Unión Soviética. Estoy muy lejos de aprobarla en su conjunto. Si esta pregunta me la hubieras hecho en 1930 (cosa históricamente imposible) te hubiera respondido: “Rusia (ahora sí, Rusia) sale de sus tinieblas medievales, de ese zarismo donde el mujik era un especie de animal mandado a latigazos, un analfabeta total con todos los prejuicios concebibles”. En diez años no se puede pedir milagros. De la misma manera que tampoco a los cubanos se les podría pedir que a los tres o cinco o siete años de revolución, Cuba fuese el paraíso. No lo es, y ellos son los primeros en saberlo y saben que hay mucho que combatir. Pienso que el trabajo del intelectual es estar en primera fila en ese combate, es decir, no dejar que se duerma esa especie de sentimiento de que todos los días hay que dar la batalla, que todos los días, al levantarse un individuo que se cree revolucionario, debe preguntarse: “Bueno” (para citarte un ejemplo), “¿pero es que yo tengo derecho a proceder así con mi mujer? ¿Tengo derecho a hacer esta discriminación? ¿Tengo derecho a aplicar ideas que ya están muertas, contra las cuales he luchado, por las cuales he sufrido? ¿Para qué sirve el triunfo de la revolución?”. ¡Así no sirve, no sé si me explico!
—¡La Revolución mexicana nada hizo por las mujeres sino preñarlas como escopetas de retrocarga, lo cual en cierta forma ayudó ya que murieron un millón de mexicanos y había que reponerlos! Pero nada cambió. Incluso ahora. En las reuniones del pc los hombres ordenan: “Compañeras, háganse un cafecito”. “Compañeras, agénciense unas tortas”, o sea que devuelven a la mujer a su papel inicial. En Cuba, por una película posrevolucionaria, Lucía, vi que también es la mujer la que le sirve la cena al marido.
—Lo sé, y el primero en darse cuenta ha sido el propio Fidel Castro. Él y todos sus compañeros de insurgencia vieron que la mujer que había luchado heroicamente en la Sierra Maestra (y Fidel conoce bien sus nombres) en el momento de ocupar los puestos importantes y dirigir al país quedaron marginadas y en el plano privado: en cada casa volvieron a la cocina. Éste es un problema de educación y creo que Cuba está luchando en ese sentido y en pocos años el problema quedará liquidado, porque tú sabes bien cómo son inteligentes los cubanos y cómo están politizados. En la actualidad la mujer cubana es perfectamente capaz de discutir mano a mano con cualquier hombre. Si tú viste Lucía, destinada a los guajiros y que se exhibió en los pueblecitos y en los campamentos donde la gente ha sido alfabetizada hace muy pocos años, el grado de maduración es lento. La película lucha contra el machismo, una de las plagas de América Latina. Aquí en México, en Cuba, en Argentina, en Perú, en todos lados, somos los grandes machos y las mujeres están cosificadas implícita o explícitamente y dejadas a un lado en el sentido que tú lo señalas, Elena: “Haz un café”. La mujer hace el café, prepara los frijoles mientras el señor fuma su tabaco y platica de política con sus amigos. Bueno, pues esto no puede ser. ¡Está bien que las mujeres hagan los frijoles, porque ustedes los hacen mejor que nosotros, pero eso no impide que los hombres los hagan también y laven después los platos en que los han comido! No sólo pueden, sino que deben. En una sociedad socialista hombre y mujer tienen que ser realmente la pareja, no la dispareja. Lucía provocó en Cuba (lo supe por amigos cubanos) reacciones muy curiosas porque este episodio del marido celoso que encierra a su mujer y no la deja hacer nada fue bien comprendido en la ciudad y todo mundo tomó partido por la chica; pero sé que en algunas regiones del campo, el público tomaba partido por el marido e incluso las mujeres alegaron: “Sí, sí, él tiene razón, la mujer debe quedarse en casa. ¿Para qué va a aprender a escribir?”. ¡Así es que fíjate el trabajo que queda por delante!
—En alguna ocasión, Elena Garro exclamó indignada: “¡Antes, un hombre le regalaba diamantes a su amante. Ahora, le busca empleo en alguna oficina de gobierno!”. Julio, para cerrar el capítulo de Cuba quisiera que nos dijeras por qué firmaste con una serie de intelectuales una protesta en el caso del poeta Heberto Padilla, para escribir después una carta de amor en la que llamas a Cuba “lagartijita” y le rascas la nuca.

—Caimancito, no lagartijita. En dos palabras, es una historia muy vieja que ya no tiene ningún interés porque se solucionó perfectamente, a pesar de la opinión de los reaccionarios que se imaginaban que a Padilla lo iban a fusilar de un día para otro, cuando él está viviendo como uno de nosotros; pero lo que no hay que olvidar es que hubo dos episodios vinculados con Padilla. Antes hubo un problema con la publicación de un libro suyo que suscitó nuestras críticas y que a mí me tocó aclarar con mis compañeros cubanos: el derecho del artista a decir su palabra dentro del contexto de la Revolución cubana. Después se produjo el episodio definitivo (hay que dejarlo bien asentado): lo que yo firmé fue una carta muy breve en donde le pedíamos al comandante Fidel Castro que tuviera la gentileza de darnos información acerca de lo que estaba sucediendo con Padilla en Cuba, porque en Europa sólo sabíamos que estaba preso, y eso nos inquietaba y nos parecía excesivo ante lo que no pasaba de ser un problema intelectual. Ésta fue nuestra primera carta. La segunda carta que yo no firmé (y esto, Elena, quiero que lo subrayes) fue insolente, malévola y paternalista, en la que los europeos, y muchos latinoamericanos, pretendían darle lecciones a Fidel Castro, decirle: “Usted tiene que hacer esto y no tiene que hacer lo otro”, como si fuera un niño. Esta carta explicó muy bien la reacción tan violenta del gobierno cubano, y aquel famoso discurso de Fidel en que hubo una ruptura con todos los intelectuales europeos y latinoamericanos que habían estado viajando constantemente a Cuba. En lo personal sigo defendiendo de A a Z la posición que tuve en ese momento. Sé que esta declaración no agradará a muchos compañeros cubanos que preferirían una mayor flexibilidad, pero sigo creyendo que la única manera de ayudar a Cuba es haciéndolo críticamente, fraternalmente, pero sin caer en maniqueísmos o en posiciones extremas. Yo no lamento lo que sucedió, me creó problemas sentimentales, vi alejarse a muchos amigos cubanos y no cubanos, asistí a una oleada de pequeñas venganzas de resentidos que aprovecharon la oportunidad para declarar su fidelidad incondicional al régimen cubano, como si mis amigos y yo, al tener una actitud crítica, fuésemos traidores; y, finalmente, me consta que los dirigentes cubanos terminaron por ver la situación con mucha claridad. La mejor prueba de ello es ese texto, al que tú aludes, un poema escrito en un ataque de desesperación y de amor a Cuba que se llama “Policrítica a la hora de los chacales”, que se publicó en la revista de la Casa de las Américas, en La Habana. Además no hay que personalizar; no se trata de mí sino de mi actitud intelectual que apoya a Cuba, pero no incondicionalmente. Yo no apoyo nada de esta forma porque las revoluciones están hechas por hombres y sujetas a críticas, equivocaciones, titubeos. Yo no soy nadie para dar soluciones y nunca las he dado, pero sí puedo señalar disconformismos y posiciones... Oye, me haces hablar demasiado.
Fueron cuatro las entrevistas con Julio a través del tiempo y mi agradecimiento se acrecentó con cada una y ahora es infinito; una en el departamento de su amigo David Waskman en la avenida Amsterdam, otra pequeña en el restaurante Bellinghausen con Octavio Paz, una tercera en un encuentro en Coyoacán con Bárbara Jacobs, Tito Monterroso y Guillermo Schavelzon (su editor), cuando Beatriz Ballina le tendió su Rayuela y él comentó: “Da gusto firmar un libro tan leído”. Eran los tiempos de la Revolución cubana a la que seguiría la centroamericana. Él fue miembro activo de Amnisty International y juez del Tribunal Russell. Ahora sé que el compromiso político y el arte de Julio Cortázar eran parte de su generosidad así como los dos metros de altura y la sonrisa amorosa conformaban su aspecto humano. Nunca se mostró distante, nunca hubo una barrera entre él y sus lectores y sus no lectores; al contrario, su entrega no tuvo límites. Respondió todas las cartas y repartió todos los abrazos que todavía hoy sentimos como una dádiva sorpresiva e inmerecida.

Fuente: Elena Poniatowska, Revista de la Universidad de México

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