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Un nuevo sistema literario

Ficciones Argentinas de Beatriz Sarlo reúne 33 ensayos sobre libros de escritores argentinos contemporáneos. La literatura después de Borges y Cortázar.


Me gustaría empezar por un lugar común: muerta la generación de Bioy Casares y Sabato, muertos Saer y Fogwill, en más de una oportunidad oí decir que en la Argentina ya no hay grandes escritores.

-¿Qué te parece esa opinión?

-Es algo muy general que sólo el tiempo podrá corroborar. Si hace veinte años alguien hubiera puesto a Fogwill en esa lista, habría parecido inverosímil. No nos olvidemos que en 1990 Fogwill estaba “remando” para alcanzar su celebridad literaria… La frase hay que tomarla por lo que vale. Yo creo que en literatura no hay que hacer predicciones. Es un camino muy fácil al error. Y no es que el error sea un pecado, pero tampoco vale la pena incurrir en él voluntariamente.

-Cambiemos entonces y pensemos mejor qué sucedió en los últimos treinta años...

-Ahí sí me animo a decir que hubo algunos cambios. Para empezar, cuando empieza la década de 1980, Borges y Cortázar todavía estaban y eran las figuras excluyentes. Alrededor de ellos giraba el sistema literario argentino. Uno ahora dice Saer, pero en ese entonces ni figuraba. Tampoco Piglia, que todavía no había publicado Respiración artificial. Me parece que, por ese entonces, Borges y Cortázar ya no escribían lo que los había constituido como lo que fueron. Creo, más bien, que sobrevivían a su fama literaria, cada uno según su estilo: Borges, convirtiendo la entrevista de la revista Gente en un acto vanguardista, y Cortázar, ocupando el lugar del latinoamericano bueno que además es buen escritor. Un poco más adelante, algunos logran una centralidad muy rápida. Es el caso de Piglia, con Respiración artificial. En otros casos, como el de Saer, se trata de un progreso extremadamente trabado y hasta tortuoso. Prueba de ello es que, en la Argentina, lo editaba el CEAL. Más tarde Alberto Díaz, su actual editor, lo hizo publicar en Alianza y después se lo llevó a Seix Barral. Entonces, los nombres que hoy damos como “grandes” hace 30 años apenas empezaban a transitar lo que módicamente podríamos llamar su “consagración”. De modo que conviene ser prudentes porque el presente no refleja lo que sucedía hace 30 años.
-¿Por qué, si Piglia ya tenía cuentos sólidos, alcanzó la fama con “Respiración artificial”?

-Piglia tuvo la mala suerte de haber publicado Nombre falso poco tiempo antes del golpe de Estado. Yo escribí sobre esos cuentos en la revista Los libros y el número donde salía esa nota fue el que secuestró la dictadura. El momento en que se publicó Respiración artificial ya fue otro. Y hoy se ve con total nitidez porque coincidió con la publicación de Flores robadas en los jardines de Quilmes, de Jorge Asís. Ambos libros dividieron estéticas y públicos. Asís, que es un escritor muy diestro, apostó a una especie de realismo costumbrista, con críticas a la izquierda y un aire contemporáneo. Por su parte, Respiración artificial se convirtió en “la” novela del momento, pero no sólo por cuestiones ideológicas o políticas, sino en términos formales ya que hace un uso de la cita muy virtuoso, que Piglia tiene el talento de hacerlo eclosionar en la literatura argentina.

-¿Subsiste hasta hoy?

-No, hoy es imposible porque contamos con Google. No hay estética que se sostenga en las citas después de Google. Pero en ese momento, el uso de la cita, la alusión, la invención literaria y todas las formas posibles de la intertextualidad eran absolutamente pertinentes y coincidían con el momento teórico por el que atravesábamos.

-Según mi recuerdo, por esos años muchos intelectuales y profesores argentinos que no tenían espacio en la universidad sobrevivían dando clases particulares y enseñando en sus casas teoría literaria. En consecuencia, la teoría se había convertido en una suerte de vedette. ¿No sirvió eso para preparar a muchos de los futuros lectores de Piglia?

-Es probable que sí, pero yo antes de hablar de la importancia de la teoría, prefería referirme a una reverberación teórica, algo que ocurre en cada momento de nuestra historia literaria. Por ejemplo, antes, hablar de la traducción en relación con la literatura era un tema para especialistas; hoy, la reflexión sobre literatura y traducción es una reverberación teórica. Bueno, por esos años pasaba lo mismo, pero con otros tópicos, lo cual contribuyó a ampliar el público potencial de Piglia.

-¿Bastaría solo con eso?

-Seguramente no. Pero Respiración artificial tuvo otra rara virtud que muy pocos libros tienen: hizo que sus lectores se sintieran inteligentes porque tenían la impresión de comprender un aparato que, a primera vista, parece complicado.

-¿Sabato no funcionaba así? ¿No creaba en el lector la idea de que estaba entendiendo cosas graves y profundas, sin que eso fuera verdad?

-Ahí ya tengo más dificultad para evocar la cuestión. Acordemos que se trata de escrituras diferentes: Sabato es gótico y Piglia, hiperracional. Pero tienen un punto en común: ambos plantearon algunos grandes temas nacionales. Sabato, la creación de la nación argentina, su historia, la tipología de los personajes que la configuraron. Piglia, en cambio, el exilio y la censura, temas que ocupaban muchísimo lugar en los pensamientos de esa época.

-¿Por qué a Piglia y a Asís las cosas les resultaron más fáciles que a Saer?

-Creo que porque Piglia, con gran discreción y mucho saber literario, supo combinar una gran escritura con lo que estaba en el aire, logrando así una estética muy racionalista, muy gobernada. Asís, por su parte, con oficio, se incluyó en la muy argentina tradición del costumbrismo, tendencia que, con los cambios estilísticos de rigor, cada veinte o treinta años se renueva. Saer, en cambio, no combinaba nada ni se inscribía en ninguna tradición. Como él diría, la suya fue una estética negativa, que no buscaba persuadir de nada al lector ni presentarle los grandes temas de manera directa. Por otra parte, hablamos de una escritura espiralada y extremadamente difícil que sólo hoy, a fuerza de frecuentación, nos resulta más familiar. Pero la novedad de, por ejemplo, Nadie nada nunca era enorme: un libro que empieza muchas veces, con ligeras alteraciones, cuya lectura se sostiene sólo si el lector puede seguir esas mínimas alteraciones. Y no nos olvidemos de La Mayor y El limonero real, libros anteriores que, por haber aparecido en España, circularon muy mal entre nosotros en el momento de su publicación. Para resumir, las dificultades en Saer están y son muchas; es el tiempo y la frecuentación la que las ha ido moderando. Los lectores tuvieron que aprender a leer a Saer.

-En esa misma década de 1980, Alberto Laiseca, Rodolfo Fogwill y César Aira hacen su irrupción. Los tres poco a poco empiezan a convertirse en referentes para otro tipo de lectores. ¿Dónde los ubicarías en tu panorama?

-Laiseca fue siempre un escritor para escritores. A diferencia de Asís, Piglia y Saer –que lograron recorrer un breve tramo conquistando un primer círculo de público lector–, él y Héctor Libertella sólo fueron leídos por otros escritores. Libertella, en particular, quedó voluntariamente confinado a un núcleo estético vanguardista y nunca se apartó de allí. Laiseca, en cambio, aspiró a un público más grande, aunque tampoco alteró su literatura para ganar lectores. En el caso de Fogwill, a partir de Mis muertos punk aparece una nueva forma de representación que no tiene nada que ver con una renovación ni del realismo ni del costumbrismo. Se trata de un escritor profundamente materialista: le interesa la materialidad del mundo, cómo se denominan los objetos, cómo se realizan las acciones que tienen a esos objetos por protagonistas. Eso se va a ver con nitidez en Los Pichiciegos, que, me animaría a decir, plantea una nueva concepción de lo social, ya no en una trinchera de Malvinas o en una situación de guerra, sino en la Argentina a secas. En Fogwill hay cierto virtuosismo, no se ve el esfuerzo. Y lo mismo sucede con Aira. Mientras hay escritores que llegan con esfuerzo a tres o cuatro libros, con Fogwill y Aira uno siente que está delante de escritores siempre dispuestos a tirar un nuevo original sobre la mesa, lo cual no debe confundirse con un hecho editorial, porque se trata de un hecho estético. Que Aira, en función de las dimensiones, disponga un libro para tal editorial y el próximo para otra no plantea un problema de mercado, sino un hecho meditado de naturaleza estética.

-¿Pondrías en ese plano a Daniel Guebel y a Sergio Bizzio?

-El de Guebel es un caso interesante. No creo que, como Aira, tenga un proyecto literario, entendido esto como una relación de proyecto con sus ficciones. Diría que Guebel, más bien, adopta varios caminos como un explorador, aunque fundamentalmente le interesa el disparate. Ahí es donde yo vería algún posible parentesco con Aira. Y eso está claro en la primera versión de La perla del emperador, una novela que Guebel abandona dejando que termine como Dios quiera, según el recurso común en Aira de cansarse de lo que escribe, dejándolo terminar de cualquier manera. A Aira eso lo llevó a la producción de una masa textual impresionante que ni siquiera puede seguirse completa salvo que seas fanático o “aireano”, que es un barrio particular de la crítica...

-Hasta el momento no mencionaste a ninguna mujer.

-Hebe Uhart y Noemí Ulla. Y más acá, Matilde Sánchez, que es una de las escritoras más originales que te podría nombrar y que llegó a la literatura argentina sin gestos ampulosos.

-Estos autores son tan notables como los que no mencionás. ¿Las omisiones tienen que ver con que los ausentes no aportaron nada nuevo, limitándose a escribir los libros más o menos buenos en el estilo más o menos probado de la época?

-Es difícil contestar esa pregunta sin recurrir a la historia; vale decir, sin que vos y yo empecemos a recorrer nuestras bibliotecas para no incurrir en olvidos. Por ejemplo, no hemos mencionado a Daniel Moyano, un escritor altamente perjudicado por el exilio, o a Antonio Di Benedetto, a quien el exilio cortó en dos. Pero tampoco hemos mencionado a Héctor Tizón, uno de los mejores exponentes de la literatura argentina no rioplatense –él se nombraba “altoperuano”–, que siempre me pareció un escritor muy importante. Yo diría que es el único que pudo armar desde la Argentina algo convincente que se pudiera relacionar con el realismo mágico latinoamericano. Pienso en Sota de bastos, caballo de espadas y, sobre todo, en Fuego en Casabindo, una novela realmente muy buena. Y también está el Andrés Rivera de Nada que perder y Una lectura de la historia, que publicó José Luis Mangieri. Y Composición de lugar y los otros libros del exilio de Juan Martini. También El apartado, de Rodolfo Rabanal... O sea, había otra literatura que uno leía y sobre la que se escribía. Pero después, como siempre ocurre, algunas estéticas lograron prevalecer por encima de otras.

-Los escritores mencionados, ¿constituyen líneas de fuerza que luego continuaron, por ejemplo, los mencionados Guebel y Bizzio, o Alan Pauls, Sergio Chejfec, Martín Kohan, Carlos Gamerro, Aníbal Jarkovsky, y más acá, Eduardo Berti, Hernán Ronsino, Oliverio Coelho, Samanta Schweblin, etc.?

-Yo creo que la desaparición del sistema Borges/Cortázar –para algunos habría que sumar a Sabato– liberó a los escritores de tener que adscribirse a sus predecesores. En cierta forma, dos décadas después de la desaparición de Borges ya no es necesario el encolumnamiento detrás de su figura. Ya Piglia quedó rápidamente liberado de la sombra de Borges. Ahora que no hay genealogías tan fuertes vivimos un momento muy libre de nuestra literatura y, por supuesto, como se trata del presente, es probable que empiece a equivocarme.

-Hasta acá hablamos de “literatura argentina”, pero no nos ocupamos de otros géneros, como la poesía, la literatura dramática y el ensayo que, imagino, quedarán para otra vez. Sólo te pregunto si creés que ha habido algún tipo de relación fecunda entre géneros durante todo este tiempo.

-Te contesto con un ejemplo sobre algo que conozco bien: no es concebible imaginar la narrativa de Saer sin su poesía. Imagino que hay casos análogos también en los otros campos.


Fuente: Revista Ñ

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