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Cuatro versiones para una revolución



25 de mayo de 1810



Las páginas que siguen van por detrás de la Historia que nos cuentan en la escuela. Es la historia de los hombres que hicieron la Historia, los que se bajan del mármol para, por un rato, jugar al ajedrez con Monteagudo, o mandarlo a cagar al virrey Cisneros.




Castelli
La vida es sueño
Andrés Rivera

¿Sabían los jacobinos de la Primera Junta en esa remota, casi improbable fría y lluviosa mañana de mayo de 1810, qué vientos corrían por el planeta? Hasta donde eran jacobinos, hasta donde alcanzaba su lectura de la historia, hasta donde se decían que la historia no era una pesadilla de la que deseaban evadirse, sabían que la Santa Alianza levantaba, en Europa, los estandartes del retorno al viejo orden, y que Napoleón, el representante más sagaz de la burguesía francesa ­a quien el bueno de Hegel llamó el alma del mundo­ cumplía, con prolijidad y genio, la tarea de enterrar los ecos del desmoronamiento de la Bastilla, de Valmy, y del sueño igualitario de los sansculottes.

    Y, sin embargo, pocos como fueron, tal vez desesperados, en una tierra de vacas, contrabandistas y evasores de impuestos, ausente la base social que los respaldase, confiaron al futuro su venganza y su reivindicación.

    Escribieron sus proclamas en La Gazeta de Buenos Aires; trazaron, en la penumbra de la clandestinidad, un plan de operaciones que Maquiavelo hubiese aprobado; colgaron de un poste a Martin de Alzaga y fusilaron a Santiago de Liniers, dos de las cabezas más prestigiosas de la contrarrevolución; fundaron regimientos; liberaron esclavos, pardos y morenos, y con ellos conocieron la derrota en Huaqui, Vilcapugio, Ayohuma, y triunfaron, sobre los ejércitos monárquicos, en Tucumán y Salta, en Florida y Chiquitas y Chacabuco. Y, llegado el momento, no rehusaron ser implacables. Eso se les reprochó a los revolucionarios de mayo: que fueran implacables. Nicolás Rodríguez Peña, que habló por los que no tenian fortuna ni vacas ni tierras, supo responder a los hipócritas, a los saciados y conversos. "Castelli ­dijo­ no era feroz ni cruel. Obraba así porque así estábamos comprometidos a obrar todos. Cualquier otro, debiéndole a la patria lo que nos habíamos comprometido a darle, habría obrado como él. Lo habíamos jurado todos y hombres de nuestro temple no podían echarse atrás. Repróchennos ustedes que no han pasado por las mismas necesidades ni han tenido que obrar en el mismo terreno. ¡Que fuimos crueles...! ¡Vaya con el cargo!; mientras tanto, ahí tienen ustedes una patria que no está ya en compromiso de serlo. ¿Hubo otros medios? Así será; nosotros no lo vimos ni creímos que con otros medios fuéramos capaces de hacer lo que hicimos . "
    Hubo otra voz que juzgó a los que no renegaron del esplendor fugaz y salvaje de la Revolución. El brigadier Juan Manuel de Rosas, que no militó en los ejércitos de la independencia, exaltó, no sin melancolía, los apacibles días que precedieron al 25 de Mayo de 1810.
   ¿A qué se alude, entonces, cuando se nombra esa fecha? ¿A una celebración escolar, rutinaria y aburrida? Sí. ¿A calles y monumentos que nivelan, en los altares erigidos por los apologistas de la unidad nacional, a enemigos profundos, irreconciliables? Sí. ¿A un país poseído por los Anchorena, los Pereyra, los Leloir y otros caballeros de quienes el señor Domingo Faustino Sarmiento, un entusiasta paranoico del progreso a la norteamericana, abominó en un instante de lucidez? Sí. Pero también a la utopía, y a los que todavía no desisten de ella.



Habla Castelli en La revolución es un sueño eterno de Andrés Rivera


Sin paraguas ni escarapelas
Osvaldo Soriano



El 24 de mayo por la noche, el coronel Saavedra y el doctor Castelli atraviesan la Plaza de la Victoria bajo la lluvia, cubiertos con capotes militares. Van a jugarse el destino de medio continente después de tres siglos de dominación española. Uno quiere la independencia, el otro la revolución, pero ninguna de las dos palabras será pronunciada esa noche. Luego de seis días de negociación van a exigir la renuncia del español Cisneros. Hasta entonces Cornelio Saavedra, jefe del regimiento de Patricios, ha sido cauto: "Dejen que las brevas maduren y luego las comeremos", aconsejaba a los más exaltados jacobinos.
    Desde el 18, Belgrano y Castelli, que son primos y a veces aman a las mismas mujeres, exigen la salida del virrey, pero no hay caso: Cisneros se inclina, cuanto más, a presidir una junta en la que haya representantes del rey Fernando Vll &endash;preso de Napoleón&endash;, y algunos americanos que acepten perpetuar el orden colonial. Los orilleros andan armados y Domingo French, teniente coronel del estrepitoso regimiento de la Estrella, está por sublevarse. Saavedra, luego de mil cabildeos, se pliega: "Señores, ahora digo que no sólo es tiempo, sino que no se debe perder ni una hora", les dice a los jacobinos reunidos en casa de Rodríguez Peña. De allí en más los acontecimientos se precipitan y el destino se juega bajo una llovizna en la que no hubo paraguas ni amables ciudadanos que repartieran escarapelas.
    El orden de los hechos es confuso y contradictorio según a qué memorialista se consulte. Todos, por supuesto &endash;salvo el pudoroso Belgrano&endash;, intentan jugar el mejor papel. Lo cierto es que el 24 todo Buenos Aires asedia el Cabildo donde están los regidores y el obispo. "Un inmenso pueblo", recuerda Saavedra en sus memorias, y deben haber sido más de cuatro mil almas si se tiene en cuenta que más tarde, para el golpe del 5 y 6 de abril de 1811, el mismo Saavedra calcula que sus amigos han reunido esa cifra en la Plaza y sólo la califica de "crecido pueblo".
    La gente anda con el cuchillo al cinto, cargando trabucos, mientras Domingo French y Antonio Beruti aumentan la presión con campanas y trompetas que llaman a los vecinos de las orillas. Esa noche nadie duerme y cuando los dos hombres llegan al Cabildo, empapados, los regidores y el obispo los reciben con aires de desdén. Enseguida hay un altercado entre Castelli y el cura. "A mí no me han llamado a este lugar para sostener disputas sino para que oiga y manifieste libremente mi opinión y lo he hecho en los términos que se ha oído", dice monseñor, que se opone a la formación de una junta americana mientras quede un solo español en Buenos Aires. A Castelli se le sube la sangre a la cabeza y se insolenta: "Tómelo como quiera", se dice que le contesta. Cuatro días antes ha ido con el coronel Martín Rodríguez a entrevistarse con Cisneros que era sordo como una tapia. " ¡ No sea atrevido ! " le dice Cisneros al verlo gritar, y Castelli responde orondo: "¡Y usted no se caliente que la cosa ya no tiene remedio!"
    Al ver que Castelli llega con las armas de Saavedra, los burócratas del Cabildo comprenden que deben destituir a Cisneros, pero dudan de su propio poder. Juan José Paso y el licenciado Manuel Belgrano esperan afuera, recorriendo pasillos, escuchando las campanadas y los gritos de la gente. Saavedra sale y les pide paciencia. El coronel es alto, flaco, parco y medido. El rubio Belgrano, como su primo, es amable pero se exalta con facilidad. Paso es hombre de callar pero luego tendrá un gesto de valentía. Entrada la noche, cuando French y Beruti han agitado toda la aldea y repartido algunos sablazos a los disconformes, Belgrano y Saavedra abren las puertas de la sala capitular para que entren los gritos de la multitud. No hay más nada que decir: Cisneros se va o lo cuelgan. ¿Pero quién se lo dice? De nuevo Castelli y el coronel cruzan la Plaza y van a la fortaleza a persuadir al virrey. Hay un último intento del español por formar una junta que lo incluya, pero Castelli, que tiene 43 años y está enfermo de cáncer, se opone. Los "duros" juegan a todo o nada. Cisneros trata de ganarse al vanidoso Saavedra, pero el coronel ya acaricia la gloria de una fecha inolvidable. Quizá piensa en George Washington mientras Castelli se imagina en la comuna francesa. Su Robespierre es un joven llamado Mariano Moreno, que espera el desenlace en lo de Nicolás Peña.
    Entre tanto French, que teme una provocación, impide el paso a la gente sospechosa de simpatías realistas. Sus oficiales controlan los accesos a la Plaza y a veces quieren mandar más que los de Saavedra. Por el momento la discordia es sólo antipatía y los caballos se topan exaltados o provocadores. Al amanecer, Beruti, por orden de French, derriba la puerta de una tienda de la recova y se lleva el paño para hacer cintas que distingan a los leales de los otros. Alguien toma nota y nace la leyenda de la escarapela en el pecho.
    Al amanecer, para guardar las formas, el Cabildo considera la renuncia de Cisneros, pero la nueva Junta de gobierno ya está formada. Escribe el catalán Domingo Matheu: "Saavedra y Azcuénaga son la reserva reflexiva de las ideas y las instituciones que se habían formado para marchar con pulso en las transformaciones de la autognosia (sic) popular; Belgrano, Castelli y Paso eran monarquistas, pero querían otro gobierno que el español; Larrea no dejaba de ser comerciante y difería en que no se desprendía en todo evento de su origen (español); demócratas: Alberti, Matheu y Moreno. Los de labor incesante y práctica eran Castelli y Matheu, aquél impulsando y marchando a todas partes y el último preparando y acopiando a toda costa vituallas y elementos bélicos para las empresas por tierra y agua. Alberti era el consejo sereno y abnegado y Moreno el verbo irritante de la escuela, sin contemplación a cosas viejas ni consideración a máscaras de hierro; de aquí arranca la antipatía originaria en la marcha de la Junta entre Saavedra y él." Matheu exagera su importancia. Todos esos hombres han sido carlotistas y, salvo Saavedra, son amigos o defensores de los ingleses que en el momento aparecen a sus ojos como aliados contra España.

El delirio y la compasión
   

   La mañana del 25, cuando muchos se han ido a dormir y otros llegan a ver "de qué se trata", el abogado Juan José Castelli sale al balcón del Cabildo y, con el énfasis de un Saint Just, anuncia la hora de la libertad. La historiografía oficial no le hará un buen lugar en el rincón de los recuerdos. El discurso de Castelli es el de alguien que arroja los dados de la Historia.
    Aquellas jornadas debían ser un simple golpe de mano, pero la fuerza de esos hombres provoca una voltereta que sacudirá a todo el continente. Dice Saavedra: "Nosotros solos, sin precedente combinación con los pueblos del interior mandados por jefes españoles que tenían influjo decidido en ellos, (...) nosotros solos, digo, tuvimos la gloria de emprender tan abultada obra (...) En el mismo Buenos Aires no faltaron (quienes) miraron con tedio nuestra empresa: unos la creían inverificable por el poder de los españoles; otros la graduaban de locura y delirio, de cabezas desorganizadas; otros en fin, y eran los más piadosos, nos miraban con compasión no dudando que en breves días seríamos víctimas del poder y furor español".
    La audacia desata un mecanismo inmanejable. Saavedra es un patriota, no un revolucionario, pero no puede oponerse a la dinámica que se desata en esos días El secretario Moreno, un asceta de la revolución, dirige sus actos y sus órdenes a forzar esa dinámica para destrozar el antiguo sistema. Habla latín, inglés y francés con facilidad; ha leido &endash;y hace publicar&endash; a Rousseau, conoce bien la Revolución Francesa y es posible que desde el comienzo se haya mimetizado con el fantasma de un Robespierre que no acabará en la tragedia de Termidor. El ateo Castelli está a su izquierda, como French y el joven Monteagudo que maneja el club de los "chisperos". Todos ellos celebran en los templos del Norte el culto de La mort est un sommeil éternel, que Fouché y la ultraizquierda francesa usaron como bandera desde 1792. Belgrano, que es muy creyente, no vacila en proponer un borrador con apuntes sobre economía para el Plan terrorista que en agosto redactará Moreno.
    En la primera junta gana la gauche (la acepción de "izquierda" se pronuncia, todavía, en francés): Moreno, Castelli y Belgrano son un bloque sólido con una política propia a la que por conveniencia se pliegan Matheu, Paso y el cura Alberti; Azcuénaga y Larrea sólo cuentan las ventajas que puedan sacar y simpatizan con el presidente Saavedra que a su vez los desprecia por oportunistas. Las discordias empiezan muy pronto, con las primeras resoluciones. Castelli parte a Córdoba y el Alto Perú como comisario politico de Moreno, que no confiaba en los militares formados en la Reconquista. Es él quien cumple las "instrucciones" y ejecuta a Liniers primero y al temible mariscal Vicente Nieto más tarde. Belgrano, el otro brazo armado de los jacobinos, va a tomar el Paraguay; no hay en él la cólera terrible de su primo, sino una piedad cristiana y otoñal que lo engrandece: en el Norte captura a un ejército entero y lo deja partir bajo juramento de no volver a tomar las armas. Manda a sus gauchos desharrapados con un rigor insostenible y no mata por escarmiento sino por extrema necesidad. Sufre sífilis, cirrosis y tiene várices, pero conserva la fe cristiana y el sentido del humor. Las victorias de Castelli en Suipacha y la suya en Tucumán afirman la posición de Moreno en la Junta, pero las catástrofes de fines de año aceleran su caída.
    Frente a frente, uno de levita y otro de uniforme, Moreno de Chuquisaca y Saavedra de Potosí, se odian pero no se desprecian "Impío, malvado, maquiavélico", llama el coronel al secretario de la Junta; y cuando se refiere a uno de sus amigos, dice: "El alma de Monteagudo, tan negra como la madre que lo parió". El primer incidente ocurre cuando los jacobinos descubren que diez jefes municipales están complotados contra el nuevo poder. En una sesión de urgencia Moreno propone "arcabucearlos" sin más trámite, pero Saavedra le responde que no cuente para ello con sus armas. "Usaremos entonces las de French", replica un Moreno siempre enfermo, con el rostro picado de viruela, que acaba de cumplir 30 años. Al presidente lo escandaliza que ese mestizo use siempre la amenaza del coronel French, a quien hace espiar por sus "canarios", una especie de soplones manejados por el coronel Martín Rodríguez. Los conjurados salvan la vida con una multa de dos mil pesos fuertes, propuesta por el presidente. "¿Consiste la felicidad en adoptar la más grosera e impolítica democracia? ¿Consiste en que los hombres impunemente hagan lo que su capricho e interés les sugieren? ¿Consiste en atropellar a todo europeo, apoderarse de sus bienes, matarlo, acabarlo y exterminarlo? ¿Consiste en llevar adelante el sistema de terror que principió a asomar? ¿Consiste en la libertad de religión y en decir con toda franqueza me cago en Dios y hago lo que quiero?", se pregunta Saavedra en carta a Viamonte que lo amenaza desde el Alto Perú.
    Desde fines de agosto, Moreno ha hecho aprobar por unanimidad el Plan secreto de operaciones que recomienda el terror como método para destruir al enemigo emboscado. Ese texto feroz, por momentos descabellado, no se conoció hasta que a fines del siglo XIX. Eduardo Madero &endash;el constructor del puerto&endash; lo encontró en los archivos de Sevilla y se lo envió a Mitre. Para entonces, los premios y castigos de la historia oficial ya estaban otorgados y Moreno pasaba por un periodista y educador romántico influido por las mejores ideas de la Revolución Francesa. Pero es la aplicación de ese método sangriento lo que garantiza el triunfo de la Revolución. Hasta la llegada de San Martín la formación de los ejércitos se hizo a punta de bayoneta, la conspiración de Alzaga, como la contrarrevolución de Liniers, terminaron en suplicio y los españoles descubrieron, entonces, que los patriotas estaban dispuestos a todo: "Nuestros asuntos van bien porque hay firmeza y si por desgracia hubiéramos aflojado estaríamos bajo tierra. Todo el Cabildo nos hacía más guerra que los tiranos mandones del virreinato", escribe Castelli antes de ser llevado a juicio.

El coronel manda parar
   

   A principios de diciembre dos circunstancias banales sirven de pretexto a la ruptura entre Moreno y Saavedra que será nefasta para la Revolución. En la plaza de toros de Retiro el presidente hace colocar sillas adornadas con cojinillos para él y su esposa. Cuando las ve, Matheu hace un escándalo y argumenta que ningún vocal merece distinción especial. Pocos días más tarde, el 6, el regimiento de Patricios da una fiesta a la que asisten Saavedra y su mujer. En un momento un oficial levanta una corona de azúcar y la obsequia a la esposa que la entrega al Presidente, Moreno se entera y esa misma noche escribe un decreto de supresión de honores. Saavedra se humilla y lo firma, pero el rencor lo carcome para siempre. Poco después, el 18 de diciembre, mientras los Patricios se agitan y reclaman revancha por la afrenta civil, el coronel llama a los nueve diputados de las provincias para ampliar la Junta. Moreno &endash;que intuye su fin&endash; no puede oponerse a esa propuesta "democratizadora". El único que tiene el valor de votar en contra es el tímido tesorero Juan José Paso.
    Moreno renuncia y el 24 de enero de 1811 se embarca para Londres. "Me voy, pero la cola que dejo será larga", les dice a sus amigos que claman venganza. También pronuncia un mal augurio: "No sé qué cosa funesta se me anuncia en mi viaje". En alta mar se enferma y nada podrá convencer a Castelli y Monteagudo de que no lo asesinaron. "Su último accidente fue precipitado por la administración de un emético que el capitán de la embarcación le suministró imprudentemente y sin nuestro conocimiento", cuenta su hermano Manuel, que agrega en la relación de los hechos el célebre "¡Viva mi patria aunque yo perezca!"
    Saavedra ha liquidado a su adversario, pero la Revolución está en peligro. El español Francisco Javier Elío amenaza desde la Banda Oriental y no todos los miembros de la Junta son confiables. El 5 y 6 de abril el coronel Martín Rodríguez,con los alcaldes de los barrios, junta a los gauchos en Plaza Miserere y los lleva hasta el Cabildo para manifestar contra los morenistas. Saavedra, que jura no haber impulsado el golpe, aprovecha para sacarse de encima al mismo tiempo a jacobinos y comerciantes corruptos. Renuncian Larrea, Azcuénaga, Rodríguez Peña y Vieytes. Los peligrosos French, Beruti y Posadas son confinados en Patagones. Belgrano y Castelli pasan a juicio por desobediencia y van presos.
    Pero Saavedra sólo dura cuatro meses al frente del gobierno. Ha acercado a Rivadavia al poder, pero el brillante abogado y los porteños se ensañan con éI y lo persiguen durante cuatro años por campos y aldeas; se ensañan también con Castelli, que muere deslenguado durante el juicio; con el propio San Martín que combate en Chile; con Belgrano que muere en la pobreza y el olvido gritando el plausible "¡ Ay patria mía! " Pese a todo, la idea de independencia queda en pie levantada por San Martín, que se ha llevado como asistente a Monteagudo, "el del alma más negra que la madre que lo parió". Los ramalazos de la discordia duran intactos medio siglo y se prolongan hasta hoy en los entresijos de una historia no resuelta.
   



Gente como uno 

Félix Luna



 Imaginemos un día nublado y medio lluvioso, de esos que son tan frecuentes en el otoño porteño. Imaginemos que un vecino resuelve pasarlo junto al río, pescando. Con sábalo o algún bagre, a la tardecita regresa a su casa. Su mujer le pregunta si trae alguna noticia, si vio algo novedoso. El hombre le dice que no: todo lo que hizo fue tirar la línea en las toscas. Ese día podría haber sido el 25 de Mayo de 1810 y ese porteño pudo haber sido uno de los tantos que no se enteró de nada de lo que ocurrió en aquella jornada.
   El cabildo abierto del 22 de mayo reunió a menos de quinientos vecinos y Buenos Aires tenía, en ese momento casi 40.000 habitantes. Es decir que sólo el 1 por ciento de la población participó de aquella trascendental reunión en la que se asentaron las bases conceptuales y juridicas que fundamentarían el relevo del virrey y su reemplazo por una junta designada ­o más bien, asentida­ por el pueblo. Es probable, entonces, que la asamblea reunida más o menos tumultuosamente frente al Cabildo en la mañana del 25 de Mayo, no haya tenido un rating muy superior: 1000 o 1500 vecinos, como máximo. Nuestro pescador habría formado parte, pues, de la enorme mayoría que nada tuvo que ver con la transición del sistema colonial a un régimen nuevo, implícitamente comprometido con la independencia de estas tierras.
   Naturalmente, la escasez de participación popular no resta al 25 de Mayo la enorme importancia que tuvo, por varios motivos. En primer lugar, deponer a un representante del rey y reemplazarlo por un cuerpo colegiado era algo insólito y atrevido aunque Cisneros no representara al monarca español sino al organismo que gobernaba en España a su nombre, en vista de la cautividad de Fernando VII. Y aunque esta fuera, en realidad, la segunda oportunidad en que ocurría un hecho como este en Buenos Aires, pues cuatro años atrás una pueblada había exigido la deposición de Sobremonte por su incompetencia y cobardía frente a la invasión inglesa. Pero en 1806 esa verdadera revolución paso casi inadvertida entre las luchas por la Reconquista; ahora, en 1810, el derrocamiento del virrey era el resultado de un tranquilo y racional debate entre unos pocos vecinos, "la parte más sana y principal" de la capital del virreinato.
   En segundo lugar, lo que ocurrió el 25 de Mayo fue muy importante porque de algún modo significó la presencia activa de los militares criollos en el proceso político. Las milicias populares que se habían levantado en Buenos Aires desde 1806 estaban compuestas por criollos y por españoles, divididos en regimientos según sus lugares de origen. Pero en esos cuatro años se habían vivido procesos muy diferentes en los cuerpos peninsulares y en los criollos. Aquéllos estaban integrados por comerciantes y artesanos, para quienes el oficio de las armas era una molestia; los criollos, en cambio, por ser pobres, se habían tomado muy en serio sus nuevas profesiones de soldados, vivían de sus sueldos y raciones y concurrían puntualmente a los ejercicios. En poco tiempo adquirieron una capacidad de fuego temible y esta superioridad se vio en enero de 1809, cuando Liniers reprimió fácilmente, con su ayuda, el conato de golpe organizado por el alcalde Alzaga. Ahora, en mayo de 1810, fueron los Patricios quienes hicieron la guardia de la Plaza, dejando entrar a los adictos y rechazando suavemente a los adversarios. Los "fierros" los tenían los regimientos criollos y esta circunstancia fue decisiva para apurar el derrocamiento del virrey Cisneros. 
   Y una tercera circunstancia notable: tanto en la reunion abierta del 22 como en el compromiso adquirido el 25 de Mayo por los componentes de la Junta, se dejó claramente sentada la necesidad de convocar a los representantes del pueblo de las restantes ciudades del virreinato para que homologaran lo decidido por el de Buenos Aires. Si éste habia obrado como lo hizo era por razones de urgencia, como "hermana mayor" ­según dijo Paso­. Pero se reconocía la necesidad de que un paso tan trascendente quedara avalado por el pueblo del virreinato. Y en este reconocimiento venía implícita la idea de federalismo y también la noción de la integridad del virreinato.
   De nada de esto, claro está, pudo enterarse el vecino que en la tarde de esa jornada regresó a su casa con un par de pescados colgando de su hombro... Pero seguramente tardó muy poco tiempo en advertir que lo sucedido ese día tambien involucraba su propia vida. Porque de comienzos tan triviales como el de esta revolución burguesa y municipal, pueden venir consecuencias tan drásticas como la que conlleva la creación de una nueva Nación. Nada más ni nada menos.



Moreno
Entre la máscara y el don
 David Viñas





"Me decía: el sosiego que he disfrutado hasta aquí, en medio de mi familia y de mis libros, será interrumpido." 
                                             Memorias de Mariano Moreno, Mariano Moreno.                              

Una vertiginosa ambigüedad es el clima en el que se inscribe Mariano Moreno durante su actuación en la Primera Junta entre mayo y diciembre de 1810. Son siete meses tan acelerados como jadeantes. Y si se destacan dos rasgos que contradictoriamente definen ese momento, la actitud que declaraba aún la lealtad de súbditos hacia Fernando Vll sería el primero: un disimulo coyuntural condicionado por las vacilaciones de los diversos grupos que disputaban la hegemonía en Buenos Aires. El segundo rasgo, antagónico y complementario de esa cautela, es el ademán agresivo que va afinando el avance de la expedición al Alto Perú: no sólo por el fusilamiento de Liniers y de los jefes godos de la represión de 1809, sino por el otorgamiento del uso del don a los esclavos que se sumaban a las tropas porteñas.
    Un tardío gesto cortesano, entonces, en yuxtaposición con el ímpetu subversivo; rezagos y proyección: una táctica determinada por el peso de las cosas superpuesta a una estrategia que se va perfilando en virtud de las opciones más elaboradas por el desafío histórico fundamental. Se podría decir, por consiguiente, que la ambigüedad del Moreno de 1810 oscila entre el enmascaramiento y la reparación que quiere reconocer. Dualidad contradictoria que dibuja un arco que va desde la referencia a los amos de una monarquía en sobrevivencia, en dirección a los esclavos que no quieren ser esclavos a quienes Moreno saluda y convoca como legítimo rescate y, a la vez, como proyecto de ampliación de su base social. Bien visto, se asiste a una puesta en escena que se desliza desde el predominio del eufemismo hacia la paulatina explicitación.
    Este movimiento oscilatorio entre lo residual proveniente de la colonia y lo revolucionario de las apelaciones a lo popular, además de subrayar lo episódico enfrentado a lo tendencial que irá ganando espacio, se articula, mediatamente, con el par de documentos primordiales de Moreno en torno a la circunstancia de Mayo: la Representación de los hacendados y el Plan de Operaciones. Se trata, en lo esencial, de las dos coordenadas en cuyo cruce se sitúa "el lugar" desde donde Moreno habla, escribe y actúa.
    Ya se sabe que tanto la Representación como el Plan han provocado amplias polémicas en contra y a favor; incluso, respecto de su autenticidad o de la autoría personal de Moreno. Pero creo que, en ambos casos, si se insertan esos documentos en sus series contextuales la cosa se empieza a aclarar, sobre todo si se lo considera a Moreno no como "el autor" aislado, sino como quien sintetiza a los intelectuales revolucionarios en su primera emisión. Es decir, si no se evalúan a la Representación ni al Plan como productos individuales, sino como el resultado de una producción social a la que Moreno, entendido como "emergente grupal", logra condensar con mayor eficacia. Propietario no, por lo tanto, sino "catalizador". Lo que implicaría que Moreno no es un "héroe" más o menos romántico, sino el fermento o el gran mediador, si se prefiere, de la ideología correspondiente a un estamento social.
    Pero en lo que hace a la Representación: el "peso de las cosas" y la entonación colonial trazan una coordenada longitudinal, diacrónica, cuyos primeros antecedentes corresponden a las Representaciones análogas aunque no tan refinadas de 1793 y de 1794. Se trata de la defensa del "libre comercio" cuyas fundamentaciones teóricas pueden leerse paralelamente en la serie periodística que se extiende desde 1801 hasta los prolegómenos del 1810: Telégrafo Mercantil, Semanario de Agricultura, Correo del Comercio. Lavardén, Vieytes y Belgrano, por lo menos, también se recuperan en esa secuencia grupal. ¿Y en su carozo qué? El núcleo ideológico de la burguesía porteña en progresiva articulación y puesta en la superficie.
    ¿Moreno, entonces, un liberal en economía? Qué duda. Pero el suyo era el liberalismo económico de una incipiente burguesía que iba buscando su legalidad desde la práctica del contrabando en mutación hacia el "criollismo" como emblema de identidad. Entendámonos: una burguesía porteña en formación entre finales del siglo XVIII y los primeros años del XIX, lúcida y agresiva, liberal en economía pero, al mismo tiempo, nacional en política por ser cada vez más consciente de la crisis, inoperancia y disolución del viejo imperio español, y que escrupulosamente ya había tomado nota del desastre de su armada en Trafalgar (1805) y de la apresurada inslalación en Brasil de la monarquía portuguesa (1807) que huía ante las tropas de Napoleón.
    Podria abundar alrededor de la Representación de Moreno como expresión de la burguesía de Buenos Aires. Pero así como hay que señalar el enmarque del documento moreniano, si se lo confronta con los argumentos proteccionistas de quienes entonces lo cuestionaban, corresponde admitir la indefensión en que quedaban las producciones artesanales provincianas frente a la previsible irrupción de ponchos, cacerolas y espuelas producidos en Birmingham y Manchester como resultado del propiciado "comercio libre".
    Y así como considero que el argumento de más peso frente a los riesgos que conllevan las opiniones anacrónicas consiste en la historización de Moreno en su exacto contexto, algún cuestionamiento insidioso podría preguntar frente a una defensa de la presunta continuidad inmutable de la burguesía argentina desde 1810 hasta hoy: ¿San Martín o Galtieri? ¿Fray Justo Santa María de Oro o nuestro benemérito cardenal? O más grave aún: ¿el liberalismo de Moreno o el de Alsogaray?
    Pero para salir de ese dilema, por ahora, lo más fecundo para entender la ambigüedad de Moreno consiste en comparar las implicancias de la Representación con las consecuencias que traía aparejadas el otro documento primordial del secretario de la Primera Junta: el Plan de Operaciones. Pasando así de la "representación" de la burguesia porteña al desborde de los límites de esa misma clase social. De esa manera se confrontaría lo táctico con lo estratégico, y lo episódico coloreado por la diacronía proveniente de la colonia con la sincronía revolucionaria: ponerse la "máscara" en peculiar representación, o exhibirse tal cual al reconocer a los otros humillados por el sistema colonial y otorgarles el don. Es que lo que hasta 1810 se vendía, luego del 25 de Mayo se otorgó. Por algo Moreno se había empeñado en transformar un negocio en una recíproca celebración.
    Tanto es así que dos señales adjetivan el conflicto con la derecha criolla de 1810: en primer lugar, el pretexto principal en los enfrentamientos y en la renuncia de Moreno en ningún momento era la Representación sino el Plan, porque si aquella presuponía el acuerdo, este último implicaba la más agria discusión. En segundo lugar, el alejamiento de Moreno pero sobre todo su exilio también fueron provocados por las consecuencias del Plan: ajusticiamientos, "discursos subversivos dirigidos a la plebe", distribución de consignas, "olvido de las jerarquías naturales", profundización del movimiento inaugurado el 25 de Mayo. Fue en esa franja donde hizo pie Saavedra para poner en circulación sus acusaciones de jacobinismo; sobre todo si se analizan aquí los nexos de Moreno con Castelli evaluado no ya como teórico sino como orador de la revolución antes y después del primer triunfo en Suipacha.
    De donde puede inferirse, por fin, que estos rasgos estratégicos situados mas allá de lo coyuntural lo van colocando a Moreno, nítidamente, en la serie de ia izquierda revolucionaria de América latina. Esa secuencia definida por Morelos, Hidalgo, Sucre y Artigas: exiliados todos o muertos en aquel enfrentamiento de 1810 provocado por el peso colonial en oposición al desafío revolucionario, al encabalgarse entre el sosiego y la acción en medio de los residuos históricos y el ímpetu por cambiar. Es que el Plan de Operaciones será lo que definitivamente disuelva esa "ambigüedad" que por sus mismas contradicciones tensa, dramatiza, define e, incluso, permite rescatarlo al Mariano Moreno de 1810.



Plan de operaciones, decreto de supresión de honores, redactados por Mariano Moreno

Fuente: Literatura.org

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