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Ecos primarios

Elecciones primarias en Argentina  
Hasta hace unas horas parecía que no iba a ganar nadie. Por el contrario, el discurso de la clase política hacia el público era: “Yo creo en vos”, “Votate vos”, “Te voto a vos”. Las PASO iban a ser “una especie de gran encuesta” para algunos y “una mejora institucional insustituible” para el Gobierno. Pero de pronto Cristina ganó, y entonces una elección no vinculante en la que el público fue obligado a asistir a aplaudir candidatos elegidos a dedo se transformó en el camino derecho a octubre sin ballottage.

Después de las derrotas de Capital, Córdoba y Santa Fe, el Gobierno había empezado a sonreír a regañadientes, a llamar a los opositores para felicitarlos por el triunfo ajeno y... ¡¡hasta Cristina se detuvo frente a una maraña de micrófonos en Río Gallegos y dio una nota!! Como sucede con el triunfo, nivelará aciertos y errores: ayer, en la elección que nadie iba a ganar, ganó el descenso de la desocupación, la Ley de Medios, la revalorización del rol del Estado en la economía, la distribución equitativa de la publicidad electoral, la política de derechos humanos y Tecnópolis. Ganaron junto a Schoklender, los aviones de Jaime, las licitaciones de De Vido, Fútbol para Todos, los alquileres de Zaffaroni, el escándalo del Inadi, las tierras fiscales de Calafate, los jueces venales, la caja de la Anses, los intelectuales alquilados y la inflación vendada.

En el caso de la oposición, la elección cantada sirvió para mostrarles el espejo de su propia miseria; incapaces de unirse per se, ahora buscarán que los una el espanto, midiendo cada voto de la encuesta como los adolescentes que, en un baño del colegio, se miden el largo del pito: nadie quiere ser menos que presidente, todos quieren digitar las listas ajenas e imponer la imagen propia sobre la del resto. No hacen política, sino que discuten poder. Son incapaces de inspirar a nadie, sólo despiertan miedo o conveniencia. Cacarean como vecinas indignadas pero poco se preparan, menos estudian, casi nada se esfuerzan y terminan recogiendo lo que siembran.

Tal vez no nos guste verlo, pero esta elección en la que no pudimos elegir a nadie se nos parece: alcanza con que una jueza o el ministro del Interior nos amenace recordándonos que son obligatorias para que asistamos, cansinos y dóciles, a ratificar la elección a dedo de la mayoría de los candidatos. Es cierto: la publicidad electoral fue, por primera vez en la historia, pareja y democrática en la difusión. Pero los partidos la dilapidaron en una serie de consignas vacías, efectos luminosos y frases idiotas. La única conducta original nació de Twitter, y fue la campaña iniciada por Jorge Rial a favor del Partido Obrero: se produjo el milagro para Altamira.

Nos sucede desde 2001: no se fue nadie, cuando iban a irse todos. Duhalde, Alfonsín, Rodríguez Saá, Carrió, Macri, Kirchner, Aníbal Fernández, Moyano, Scioli, Ruckauf, Menem y siguen las firmas: barones del Conurbano devenidos en progres recientes, gobernadores clientelistas, sindicalistas conservadores, operadores económicos disfrazados de políticos, viejos que se aferran al sillón y se resisten a partir.

—¿Para qué queremos voto electrónico?— se pregunta, displicente, Aníbal Fernández.

Es cierto: es mucho mejor votar a mano, perder boletas, que falte tinta, llevar a cabo una democracia artesanal. Aníbal no debe usar el control remoto de su televisor, ni celular, y seguro viaja a Quilmes en carreta.

¿Para qué votar con boleta única? Es mucho mejor que el cuarto oscuro parezca un carnaval de boletas que nadie sabe cuándo empiezan ni cuándo terminan: colectoras, autopistas, pases libres, sistemas indirectos, todo lo posible para complicar y hacer más tortuoso el acto de elegir; hasta –como ayer– hacer elegir lo ya elegido.

Quizá a nadie le importe, pero quisiera –a los cincuenta años– soñar con una democracia que resulte del equilibrio de poder. Quiero decir: un sistema en el que el pez grande no pueda comerse al chico, en el que nadie sienta la impunidad de tener la vaca atada y en el que la política vuelva a tener –o tenga, por primera vez– el sentido del servicio público. La sola idea de la reelección conspira contra esto: dinastías de políticos que se eternizan en sus sillones, familiares que se nombran entre sí, verdaderas castas que ignoran la vida real.

Si la historia sirve para algo más que para ser reescrita a conveniencia, nos muestra que la fórmula del poder eterno nunca funcionó: Julio Argentino Roca manejó los hilos de la política argentina durante treinta años, en su segundo período creció la protesta social y surgieron las primeras huelgas violentas de trabajadores, con enfrentamientos armados entre policías y rompehuelgas en Buenos Aires y Santa Fe. En la segunda presidencia de Hipólito Yrigoyen (1928-1930) sobrevino la crisis económica mundial, la Gran Depresión y el gobierno no pudo articular respuesta alguna. Yrigoyen intervino las provincias de Mendoza y San Juan, gobernadas por radicales opositores, y se produjeron crímenes políticos (el asesinato del senador Lencinas, del abogado Castellano y un atentado contra el propio presidente). El gobierno cortó el diálogo con la oposición y se produjo el primer golpe de Estado de una trágica serie que marcó el siglo XX. El segundo gobierno de Juan Domingo Perón (1952-1955) agotó la política distributiva del primero y se generalizaron las huelgas y los conflictos sociales. Perón fue reelecto con el 62% de los votos, congeló los salarios y los precios, y llamó al capital extranjero para desarrollar la industria pesada. Se enfrentó con la Iglesia por la ley de divorcio y sufrió el golpe del ’55. Carlos Menem ganó el segundo período con el 49,94% de los votos: comenzó una etapa de recesión y se multiplicaron las denuncias por corrupción. Tuvo un nuevo intento de reforma constitucional, esta vez fallido, y en su peor momento de popularidad terminó pasándole la banda presidencial a Fernando de la Rúa.

No es sano para nadie pensar en el poder como en un bien permanente, nunca sujeto a examen. Ojalá el Gobierno interprete que triunfó gracias a sus aciertos, y no a sus errores.


Fuente: Perfil digital

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