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Argentinismos

Argentinismos, de Martín Caparrós es una exploración de las palabras que atraviesan la Argentina actual, las ideas y los hechos que configuran lo que somos y lo que creemos ser. Democracia, política, peronismo, kirchnerismo, setentismo, memoria, ejército, segurismo, derecho sumanos, lagente, villero, honestismo, presidenta, campo, inepsia, crispación, progresismo, relato, trucho, modelo, Él, militancia, aguante, elecciones, futuro son algunos de los términos que el autor examina para establecer un recorrido despiadado y sugerente por nuestra sociedad, por nuestras vidas.


El libro nos interpela en su tentativa de entender de qué hablamos cuando hablamos de la Argentina de hoy: qué decimos, por qué, para quién. En contra de la trampa de la polarización entre el oficialismo y la oposición, Caparrós analiza el modelo económico, la inseguridad, la corrupción, la pelea mediática, las nuevas militancias, los conflictos sociales, el descrédito político, las opciones posibles, a la vez que perfora la trama cerrada del relato impostado de los poderes y la expone en toda su desnudez.

Argentinismos es un libro para pensar el país, más allá y más acá de cualquier gobierno: un ensayo provocativo y sutil, una larga reflexión que apela a la inteligencia y a la sinceridad más cruda y se rehúsa a aceptar, como únicas posibilidades de nuestro futuro, la resignación o la farsa.

Prólogo


Era una cena placentera, tan normal. Junio de 2008; en pleno conflicto campestre, Margarita y yo comíamos con dos parejas de amigos de siempre –décadas de cariño. Charlábamos, hasta que alguien dijo algo sobre el tema del momento. Entonces T. –llamémoslo T.– me miró y dijo que mejor no habláramos de eso: yo sé lo que pensás, me dijo, yo pienso distinto, nos vamos a pelear. Yo le dije que cómo no íbamos a hablar, que éramos amigos, que siempre habíamos hablado; él insistió que mejor no; yo le dije que si dos amigos no podían intercambiar opiniones políticas todo estaba perdido. Tenía sentido –parecía que tenía sentido– y T. terminó por aceptarlo. Asi que nos pusimos a debatir el asunto del campo; él apoyaba con ardor al gobierno, yo no. Media hora más tarde estábamos a los gritos, insultos, enojos espantosos. Nos dijimos cosas feas; no volvimos a vernos.

Poco a poco, ese tipo de situación se nos hizo lugar común y pasó a tener un nombre propio: la palabra crispación se hizo frecuente en el idioma de los argentinos. La palabra crispación encierra muchas cosas: la decisión de un gobierno que pensó que enfrentar era una buena táctica de poder, la tozudez de una oposición que suplió la falta de ideas e iniciativas con la crítica a mansalva, la confusión de ciertos discursos y relatos y, sobre todo, situaciones como aquella: peleas entre parientes, entre amigos, entre pares, enfrentamientos a los que las opiniones políticas proveyeron una violencia inhabitual, inesperada.

Hemos perdido –si es que alguna vez la tuvimos– la capacidad de debatir. Se agravia, se amenaza, se putea en arameo, pero es muy difícil discutir alguna idea. Gente con la que tantas veces estuve de acuerdo ahora me odia; cuando quiere ser amable me trata sólo de traidor. Gente que respeto ve en este gobierno cualidades que no consigo percibir ni un poquitito. Gente que no respeto en absoluto le critica aspectos que yo también criticaría –y entonces reviso mis críticas. Me gustaría tanto –me aliviaría tanto– poder estar a favor de alguno de ellos, saber dónde está el bien y dónde el mal. La vida es mucho más fácil cuando uno sabe dónde está el bien y dónde el mal. En busca de esa facilidad la gente se hace religiosa, patriota, hincha de fútbol.

Por eso me descubro añorando subir a esos banquitos, perorar con verdades, libertades, grandes palabras de alguna moral. Los envidio –de verdad los envidio–: quién pudiera tener esas certezas más o menos férreas, más o menos ciegas. Es tan bueno tener certezas, saber cómo es el mundo, poder catequizar –y ser coherente con lo que uno dice. Y es tan buen negocio tener certezas: podés venderlas bien en el mercado de certezas –los medios, la verdulería, los empleos, las prebendas– y siempre hay gente que te quiere por tus certezas, lo firmes, lo bien expresadas, lo valientes que son.
Yo no lo logro, últimamente, y me desespero más porque no quiero situarme en el medio, no quiero pensarme neutral, templado, calmo; al contrario, me gusta embarrarme, embanderarme. Lejos de mí postular que hay dos demonios y que quiero mantenerme equidistante. No quiero, y además en este caso creo que hay uno solo, el mismo tipo de demonio: unidades de negocios y poder que se pelean por un solo queso a gritos de principios. Y que, encima, te miran con odio o con pena si no apoyás sus argumentos, si no te alineás del lado donde, sin duda, anida la verdad justo antes de lanzarse en proceloso vuelo. No es mentira, no es ironía barata: de verdad me gustaría ser uno de ellos. Mi vida, palabra, sería mucho más fácil.

O, en su defecto, desentenderme: decidir que la política es definitivamente una basura para basureros, que a mí qué me importa, que yo igual me las rebusco más o menos bien y que se cuelguen todos del sauce más florido. Pero tampoco puedo: hay algo en mi formación, supongo –y en la formación de miles y miles de argentinos, espero– que me haría sentir alguna especie de canalla si lo hiciera. Así que sigo interesándome, tratando de entender, recibiendo los cachetazos varios.



Me siento, en síntesis, colgado del pincel –y sospecho que nos pasa a muchos, estos días. Yo, al menos, suelo descubrirme dolido y perplejo. Dolido por la violencia de esos enfrentamientos, por la rapidez con que el insulto reemplaza cualquier argumento. Perplejo, porque no entiendo por qué tanto.

No descarto la necesidad de la violencia como desgraciado instrumento de la historia. Más adelante voy a tratar de discutirlo pero, en síntesis, creo que hay cambios que no se pueden hacer sin enfrentamientos, porque todo cambio social y económico supone que haya sectores que perderán parte de lo que tienen –sus privilegios, su dinero, su capacidad de dictar las leyes y las normas– y no suelen resignarlo sin pelear. Los cambios importantes han requerido siempre cierta dosis de violencia; es una lástima, pero los hombres todavía no hemos inventado otra manera. Lo que no entiendo, en este caso, es tal enfrentamiento por tan poca cosa. Tanta pólvora, tan tristes chimangos.

Sobre esa situación anómala, esa aparente contradicción, quiero pensar en estas páginas. No quiero contar pequeñas historias de curros o engañitos. Quiero tratar de pensar. Por suerte, no siempre me sale. Pero creo que vale la pena intentarlo, equivocarse, intentarlo otra vez.



El formato de este libro es casi simple: voy a explorar las palabras que, estos últimos años, ocuparon buena parte de la escena, para pensar qué dicen esas palabras que se nos fueron haciendo cotidianas con un sentido que no es el que solía. Son palabras que se han vuelto argentinismos: progresismo, modelo, lagente, política, campo, democracia, derecho  sumanos, peronismo, relato, militancia, kirchnerismo, futuro, Él, trucho, setentismo –y varias más: quiero tratar de saber qué decimos cuando decimos lo que decimos. Indagar en esos sentidos nuevos –intentar armar con ellos un panorama de la Argentina actual– es la trama que sostiene estas páginas. Donde el peronismo actual –el llamado kirchnerismo– ocupa mucho espacio por las razones obvias: es lo más decisivo que pasó en la Argentina en los últimos años. Si me intereso tanto menos por su oposición más institucional –peronistas varios, radicales, boquipapas– no es porque los sienta más cercanos sino, más bien, porque no creo que valga la pena dedicarles mucho tiempo.

Dudé mucho en escribir este libro, que seguramente no convencerá de nada a nadie. Imagino que los que estén de acuerdo encontrarán argumentos que los reafirmen, el alivio del reconocimiento; los que no, supongo, buscarán los patinazos que puedan servirles para descalificarnos –al libro y a mí. Está claro que esta es una de esas veces en que la situación política de un país se transforma en algo demasiado personal para demasiadas personas –y yo entre ellas.

Por eso quiero aclarar, antes que nada, desde dónde hablo. No hay nada más incómodo que tener que explicar la propia posición, pero aún así quiero decir que yo fui uno de esos que tuvimos que huir de la Argentina mientras el matrimonio Kirchner hacía buenos negocios, de esos que criticábamos al peronismo de Menem mientras el matrimonio Kirchner y su gobierno peronista hacían buenos negocios, de esos que trabajábamos para recuperar la historia reciente mientras el matrimonio Kirchner prohibía en su capital marchas de las Madres.

Y quiero decir que nunca voté peronista –lo cual significa que no voté al doctor Luder, que que no voté al doctor Menem, que no voté al doctor Duhalde, que no voté a los doctores Kirchner–; que nunca tuve un cargo público; que nunca recibí dinero de ningún grupo político. Y –disculpen que lo diga– que he dejado por lo menos una docena de empleos pero nunca escribí nada que no pensara, que no pudiera sostener. Me incomoda decirlo, pero últimamente no se puede dar nada por sentado.

Por eso vale la pena parar y pararse, pensar qué es lo que uno piensa. Sé que estoy perplejo. Pero, además, estoy molesto, inquieto, irritado: me persigue la sensación de que algo está muy mal en la Argentina y que mucha gente muy respetable se resiste a verlo.

No lo ven, y entonces dudo de lo que creo que veo. El kirchnerismo es, para mí, una cura de humildad. Cuando era muy chico e intentaba ser revolucionario y peronista, con perdón, siempre había algún viejo –¿treinta, cuarenta años?– zurdo aguafiestas que venía a decir que el peronismo era la forma en que los patrones argentinos más inteligentes o más temerosos habían desviado y desarmado las reivindicaciones obreras para que no amenazaran al sistema capitalista. Yo, por supuesto, entendía que el pobre tipo no entendía la historia y lo miraba por encima del hombro con desdén y un poco de cabreo. Ahora, muy a menudo, me siento como aquellos viejos, y no siempre me gusta. Y peor: si el peronismo de izquierda era una versión descafeínada, mistificada de los grandes movimientos obreros, el kirchnerismo aparece como una versión mistificada, descafeinada de aquel peronismo: reflejo del reflejo, degradación platónica.



Pero, mientras lo pienso, me perturba la sensación de que hay algo importante que me escapa y me escapa. Este libro es el efecto de esa perplejidad que no se rinde, el resultado de una incomodidad que no me suelta: por qué no consigo apoyar a un gobierno que, aparentemente, hace ciertas cosas que yo apoyaría –y que, incluso, llevo años esperando.

La clave, creo, está en la palabra aparentemente. No recuerdo en la Argentina un gobierno que pusiera más distancia entre el discurso y la práctica. Lo creo, pero a menudo dudo: me pregunto si hay cosas que no consigo ver y que justifican el hecho de que todas esas personas que respeto –y todas esas que no, faltaba más– estén convencidas de que el kirchnerismo es un movimiento que vale la pena apoyar. Entonces vuelvo a dudar –y, ahora, lo hago en público. No soy neutral; nunca lo fui, no quiero serlo. Tengo ideas, sólo que trato de desconfiar de ellas: de ponerlas a prueba. Entre las cuatro o cinco cosas que defiendo, la duda tiene un lugar central: reivindico sin dudar la duda como forma de conocer el mundo. Si algo del “setentismo” realmente ha vuelto en estos años, es el imperio de la afirmación tajante. No sólo entre los supuestos setentistas; también entre sus adversarios más o menos liberales. Yo, insisto, reivindico la duda: este libro es, en última instancia, un panfleto dudoso, una búsqueda porfiada de las preguntas pertinentes.

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